Bienvenido al futuro que no esperabas
Es cierto que el ejército estadounidense ya tiene cañones láser capaces de derribar drones. Bien. Pero eso no se parece en nada al zumbido incandescente de los Tie Fighters. Pasa algo similar con la inteligencia artificial: desde 2001 hasta Galáctica, hemos fantaseado con máquinas que cruzan la línea y desarrollan conciencia.
La realidad, en cambio, va por otro camino. Y el cine, en general, tampoco ha ayudado. La mayoría de películas que abordan la IA caen en clichés y torpezas. A mi juicio, muy pocas se salvan. Quizá Chappie o Her,, que al menos intentan hacerse una pregunta real. Pero eso es material para otro artículo.
En el mundo real, la inteligencia artificial se fragmenta en decenas de campos, todos muy ligados a algoritmos concretos: redes neuronales, redes bayesianas, algoritmos genéticos… nombres que suenan complejos y que se aplican a tareas muy prácticas como el reconocimiento de voz, el análisis de imágenes o la predicción de patrones.
Nada de conciencia, ni sentimientos, ni dilemas existenciales. IA, hoy por hoy, es sinónimo de resolver problemas concretos de forma eficiente.
Cuando le vacilas y te sale por la tangente no es porque sea una auténtica perra, sino porque le programaron para parecerlo.
Un perro no entiende nuestras palabras, pero interpreta emociones, contextos, intenciones. Siri no hace ni eso. No entiende lo que le decimos: solo convierte tu voz en texto, analiza patrones predefinidos y te responde con frases almacenadas o generadas dentro de límites muy estrechos.
Sí, es sofisticado. Pero en esencia sigue siendo el mismo principio básico de los autómatas antiguos: estímulo y respuesta. Lo que ha cambiado no es la inteligencia, sino la velocidad y complejidad del procesamiento. La verdadera revolución, hasta ahora, ha sido del hardware, no del pensamiento.
La singularidad (o por qué no deberíamos asustarnos tanto)
¿Y cuánto queda para que las máquinas nos destruyan?
Difícil de saber. Pero también… ¿Por qué asumir que ese será su objetivo? Los perros llevan siglos conviviendo con nosotros y no han intentado aniquilarnos. Quizá el error esté en pensar que toda inteligencia busca poder. Tal vez las IA del futuro solo quieran ayudarnos, predecir nuestros clics y darnos los buenos días. Quizás puedan “ronronear” al detectar que estamos de buen humor.
Una inteligencia limitada no es menos válida. Ser inteligente no implica ser omnipotente. El ser humano, sin ir más lejos, es un ejemplo claro.
Sí, tenemos miedo de que la IA se conecte a internet, infecte miles de ordenadores y se convierta en una megaconciencia decidida a exterminarnos. Un miedo más propio del cine que de la ciencia real.
La fantasía de meterle un virus a una nave alienígena desde un portátil (hola, Independence Day) es tan absurda como pensar que podríamos domesticar una IA simplemente apagándola. La informática real no funciona así. Es como intentar alimentar a una raza alienígena con donuts: la forma puede encajar, pero no sabes ni si tienen sistema digestivo.
Es cierto que las IA han logrado hazañas llamativas. Ganar al ajedrez o al Go parecía, hasta hace poco, un terreno exclusivamente humano. Pero aquí conviene distinguir.
Las primeras máquinas, como Deep Blue, ganaban por pura fuerza bruta: calcular millones de combinaciones y elegir la mejor jugada posible. Algo así como mentirle a tu pareja sabiendo exactamente qué caminos tomar para no liarla. Solo que con mucha más RAM.
Pero los sistemas actuales —como AlphaZero o AlphaGo— funcionan de otro modo. No exploran todo el árbol de jugadas. Aprenden jugando contra sí mismos miles de veces, ajustando sus decisiones mediante redes neuronales profundas. No calculan todo: aprenden patrones y generalizan. Y eso es más inquietante, porque ya no copian nuestra forma de jugar: desarrollan la suya.
El problema con la inteligencia artificial no es que necesite más velocidad o más datos. Es que no tenemos claro qué significa realmente ser inteligente. ¿Resolver problemas? ¿Aprender de la experiencia? ¿Conocerse a uno mismo?
Ni siquiera los humanos nos ponemos de acuerdo en eso. Y si no sabemos definirlo, ¿cómo esperamos programarlo?
Eliza y Turing
Ya en los años 60, Joseph Weizenbaum creó Eliza, un programa que simulaba ser psicoterapeuta. Usaba preguntas genéricas, repeticiones y algunas reglas sencillas. No entendía nada, pero muchos creían que sí. Lo que demostraba no lo inteligente que era la máquina, sino lo dispuestos que estamos a creer que lo es.
Décadas después, IBM presentó Watson, que llegó a ganar un concurso televisivo (Jeopardy!) compitiendo contra humanos. Una hazaña impresionante, pero que también tenía trampa: no entendía las preguntas, solo procesaba texto, calculaba probabilidades y disparaba respuestas correctas.
En los años 50, Alan Turing propuso un criterio para detectar la inteligencia en una máquina: que no seamos capaces de distinguir si hablamos con un humano o con un software. El famoso Test de Turing.
Pero engañar no es lo mismo que comprender. Como decía aquel replicante en Blade Runner, los humanos podemos ser estúpidos. Y eso no hace a las máquinas inteligentes.
Tiene mucho mérito, pero me pregunto qué pasaría si mi hija de cuatro años le preguntara a Watson: «Está oscuro, ¿va llover?», que le diría, teniendo en cuenta que es de noche y el cielo nocturno, limpio de nubes.
En cualquier caso, Turing seguirá en los libros de historia varios siglos mientras que yo escribo estas lineas en un modesto blog que será olvidado.
Hoy vivimos rodeados de inteligencia artificial, aunque no la llamemos así. El radar que nos multa, Google Maps interpretando nuestras órdenes de voz, el móvil que reconoce nuestra cara… La IA ya está aquí. Solo que no vuela, ni razona, ni se enamora de nosotros.
Tal vez nacimos un par de generaciones antes del futuro que soñamos. De momento, nos toca convivir con asistentes virtuales que no entienden lo que decimos, y con naves espaciales que se parecen más a un tambor de detergente que a una promesa de ciencia ficción.
Para los que quieran saber más de IA de mano de boca de expertos os recomiendo este vídeo de Jerry Kaplan, titulado «Humans Need Not Apply: A Guide to Wealth and Work in the Age of Artificial Intelligence«.
Y este artículo de Wait But Why, una de las mejores introducciones a la revolución de la IA que puedes encontrar:: https://waitbutwhy.com/2015/01/artificial-intelligence-revolution-1.html
Si lo que te interesa no es la IA como herramienta, sino como espejo —un espejo extraño que nos obliga a preguntarnos quiénes somos—, entonces quizá deberías leer Lágrimas negras de Brin.
Una novela que no habla de máquinas. Habla de humanidad.
Y de lo que pasa cuando intentamos programarla.
¿Qué queda de humano cuando todo lo demás es artificial?![]() |
El siglo XXIII comienza sin héroes. Solo quedan escombros, cuerpos conectados a máquinas… y sueños que ya no pertenecen a nadie. En las profundidades de Róterdam, una adolescente marcada por el odio descubre que su rabia puede despertar algo más que destrucción. En París, un director de arte de fama mundial encuentra a la única mujer capaz de hacerle abandonar todo. Incluso la Tierra. Entre millones de líneas de código, en un mundo virtual que no le pertenece, una IA sin rostro comienza a preguntarse qué es sentir. En un mundo que ha olvidado el pasado y teme al futuro, tres destinos entrelazados decidirán si merece la pena volver a sentir. Porque tal vez la revolución no empiece con una bomba… sino con una emoción. Una novela de ciencia ficción sobre lo que todavía nos hace humanos. |
Compra “Lágrimas negras de Brin ” en las principales tiendas:
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Descubre más sobre el mundo de Brin
Jimmy Olano
Desde hace tiempo escucho que todas las computadoras en el mundo hasta ahora construidas, juntas, no llegarían al nivel de inteligencia de una simple cucaracha: la cantidad de información que tiene el ADN es asombroso, pero veamos y hagamos un ejercicio mental si la velocidad es la clave de la inteligencia, tanto artificial como «natural».
El ojo humano cada segundo envía información al cerebro a 10 millones de bits por segundo (10 mbps, velocidad ethernet de cable coaxial que ya no usamos ahora). Ahora eso es cada segundo, por cada minuto, por cada hora mientras estamos despiertos, todos los días de nuestras vidas ¡cuánta cantidad de información puede almacenar o retener nuestro cerebro!
(de hecho los científicos piensan que cuando dormimos «se desecha información y se compacta la buena información» ¡pero cuando soñanos la recuperamos y de paso mezclamos información de muchas partes produciendo mundos fantásticos!
¡QUÉ GRAN PODER DE CÓMPUTO!)
https://www.livescience.com/904-eye-transmits-brain-ethernet-speed.html
SI ESO ES SORPRENDENTE lo siguiente es aún más: nuestro cerebro tarda apenas 13 milisegundos en identificar una imagen
¿CUÁL BASE DE DATOS HACE ESO teniendo en cuenta que la imagen es nueva, no antes vista? Y no solo es buscar, sino INTERPRETAR dicha imagen y asociarla a un concepto abstracto ¡nuestro cerebro es cuántico!
¡¿VELOCIDAD CUÁNTICA?!
http://news.mit.edu/2014/in-the-blink-of-an-eye-0116
Avedon
No solo es la velocidad de proceso y el almacenamiento de la información, sino que el propio proceso de aprendizaje del mundo biológico es un paradigma muy diferente del que se plantea hoy en la IA. Es como intentar diseñar cohetes espaciales usando la poesía como herramienta.
Jimmy Olano
Cierto, había olvidado eso: la capacidad de aprendizaje ¡un gran misterio de la naturaleza! Gracias por la acotación.