Mis mejores películas de ciencia ficción

Este es un artículo que he tardado años en compilar. Es tan extenso, denso e interminable como mi experiencia con la ciencia ficción. Cada vez que la edito, cambio de opinión. Es muy posible que esta lista crezca con el tiempo, y al final se convierta en mi pequeño legado para mis hijos. Pasé muchas horas disfrutando estas películas. Me hicieron lo que soy.

Sin más dilación, bienvenidos al catálogo estelar de Avedon.


Immortel (ad vitam) (2004)

Una pirámide suspendida sobre Manhattan. Dentro, los dioses del Antiguo Egipto juzgan a Horus por haber interferido con los humanos. Él, condenado a muerte, recibe unos días más para encontrar un cuerpo fértil y engendrar un hijo divino. Esa es la premisa. No hay otra película como esta.

Dirigida por Enki Bilal, leyenda del cómic europeo, Immortel es una adaptación libre de su propia obra “La trilogía Nikopol”. Bilal mezcló actores reales con CGI cuando aún no existía Avatar, y el resultado es… raro. No por feo, sino por frío, alienante. Todo parece a punto de romperse: los ojos, los gestos, las texturas de los personajes digitales. Y sin embargo, ahí está su fuerza: el malestar visual acompaña la distopía. No es un fallo, es una declaración de intenciones.

La historia se mueve entre lo político y lo mítico. Nikopol, ex-disidente criogenizado por un estado autoritario, vuelve a un mundo corporativo, mutado. Jill, la mujer con la que Horus pretende reproducirse, es un ser artificial que apenas sabe lo que es el dolor. Lo sabrá. Porque Immortel es brutal en lo emocional cuando quiere. Hay una escena —cruda, incómoda— donde el dios posee a Nikopol y fuerza el contacto con Jill, que aún no es humana del todo. El consentimiento queda suspendido en el limbo entre lo biológico y lo simbólico. Es morbo mitológico, pero también una reflexión sobre el cuerpo como campo de batalla.

Comercialmente fue un desastre. Nadie sabía cómo venderla. Su mezcla de animación primitiva con temas adultos, su ritmo lento y lo abstracto del guion, la dejaron fuera del circuito de cines comerciales y de festivales grandes. Francia no la supo abrazar. Hollywood ni la miró. Pero a día de hoy, Immortel ha quedado como un fósil único: una película de ciencia ficción con dioses, sexo, biotecnología, exilio político y frío existencial.

No es redonda. Pero es irrepetible. Y eso la convierte, sin lugar a dudas, en una de las mejores películas de ciencia ficción que he visto.

Love (2011)

Hay películas que cuestan millones y no te dejan nada. Y luego está Love, que se rodó con una cámara Canon 5D, dentro del garaje de los padres del director, con decorados construidos a mano con piezas recicladas. Lo curioso es que no lo parece. Y lo verdaderamente asombroso es que, a pesar de todo, conmueve.

La historia es minimalista: un astronauta enviado a la Estación Espacial Internacional pierde contacto con la Tierra tras una catástrofe global. Aislado, sin saber si alguien más sigue vivo, empieza a perder la noción del tiempo, de su identidad y, en cierto modo, de su humanidad. Todo se reduce a su mente, su soledad, y un viejo diario de un soldado de la Guerra Civil americana que encuentra misteriosamente a bordo. Ese diario se convierte en el último hilo que lo conecta con el mundo.

Lo que empieza como una historia de aislamiento espacial termina siendo una meditación sobre la memoria, la conexión humana y el sentido último de la existencia. En medio de ese vacío, el protagonista se pregunta no solo qué nos hace humanos, sino por qué necesitamos a otros para seguir siéndolo.

Hay una escena donde simplemente mira la Tierra, flotando en silencio, y dice: “No sé si aún hay alguien ahí. Pero si estás escuchando esto… gracias.” Pocas veces el vacío ha dicho tanto.

Love fue financiada por Angels & Airwaves, la banda de Tom DeLonge (sí, el de Blink-182), que firmó también la banda sonora. El experimento fue extraño: una película de ciencia ficción indie como extensión visual de un álbum conceptual. En taquilla, pasó desapercibida. Pero eso la vuelve todavía más valiosa.

No verás Love en ninguna lista de las mejores películas de ciencia ficción. Por eso está en esta.

Moon (2009)

Hay una tristeza antigua flotando en esta película. No es la del desamor ni la de la muerte, sino algo más gris, más mineral: la tristeza del desecho, de saberse reemplazable.

Moon, la ópera prima de Duncan Jones, es una de esas películas que parecen pequeñas, pero se te quedan dentro como una aguja oxidada. En la superficie, es una historia de ciencia ficción: Sam Bell trabaja en una base lunar recogiendo helio-3 para una corporación terrestre. Lleva tres años allí. Solo. Habla con una IA llamada GERTY —voz anestésica de Kevin Spacey— y se aferra a mensajes grabados de su mujer como quien se aferra a un recuerdo antes de que se borre.

Pero entonces Sam sufre un accidente. Y al despertar… hay otro Sam.

Lo que sigue es un despliegue doloroso sobre la identidad y la obsolescencia. La base lunar no es más que una cinta transportadora de almas: cada Sam cree que es único, pero todos son versiones recicladas, tiradas al vertedero cuando empiezan a romperse por dentro. Hay clones. Hay ética empresarial convertida en sistema de explotación. Pero sobre todo hay humanidad atrapada en el silencio, en la niebla blanca de la luna, en la certeza de que ya no hay regreso posible.

Rockwell está inmenso. Es el hombre agotado, el que se ríe por no llorar, el que sangra sin épica. Cada gesto suyo revela un mundo interior que se desmorona sin hacer ruido.

Moon se estrenó sin hacer mucho ruido. Pasó por Sundance, arrasó en Sitges, y aún así fue ignorada por el gran público. Quizá porque no tiene espectáculo, ni monstruos, ni esperanza. Solo tiene verdad. Y la verdad, en la ciencia ficción, suele incomodar más que los aliens.

Repo men (2010)

En algún momento, alguien decidió que los cuerpos eran propiedad divisible. Que podías vender el hígado, el páncreas, un par de pulmones de repuesto, con financiación flexible. Y lo peor no es que lo hicieran, sino que funcionó. Nadie se rebeló. Todos firmamos, contentos, un contrato que decía que vivir era una suscripción renovable. Una cuota más. Como Netflix, pero con sangre.

En ese mundo, Remy es lo que viene después: el cobrador. No de impuestos, sino de órganos. Va casa por casa —cuchillo, maletín, anestesia opcional— y recupera piezas para la empresa. No hay odio, no hay culpa, solo eficiencia. Lo hace como quien repara un electrodoméstico averiado. Hasta que, claro, algo se rompe por dentro y ya no puede seguir jugando a que eso era trabajo, y no ejecución quirúrgica.

El punto de quiebre no es cuando sufre un accidente. No es cuando despierta con un corazón mecánico latiéndole en el pecho como un reloj de arena en cuenta atrás. Es antes. Es cuando empieza a soñar con lo que ya no puede devolver. Cuando se descubre del otro lado del bisturí, y se da cuenta de que todo era mentira. Que nunca tuvo el control. Que la humanidad se alquila, y siempre vence el plazo.

Hay una escena donde él y una mujer, también marcada por la deuda, se operan mutuamente para quitarse los dispositivos que los delatan. No en un quirófano. En una cocina. Sin guantes, sin luz, con una música absurda de fondo que convierte lo grotesco en un acto íntimo. Casi tierno. Como si, dentro del dolor, todavía quedara algo parecido al amor.

No sé por qué esta película no funcionó. Tiene ritmo, tiene acción, tiene nombres conocidos. Pero tal vez era demasiado explícita en lo que otras disfrazan de espectáculo. Tal vez nadie quería ver que lo único que se interpone entre tú y la muerte… es una factura. Y que no hay ciencia ficción más real que esa.


Nunca me abandones (Never Let Me Go, 2010)

Algunos futuros no necesitan máquinas, ni guerras, ni estrellas lejanas. Solo basta con un pequeño ajuste en la historia. En Nunca me abandones, ese ajuste es simple: la ciencia ha encontrado cómo prolongar la vida de las personas normales. Lo que nadie dice es a qué precio. O más bien… de quién es el precio.

Los protagonistas —Kathy, Tommy, Ruth— crecen en un internado inglés, entre bosques, clases de arte y paseos silenciosos. Todo parece normal, pero algo no encaja. Hay una calma artificial, como si la vida estuviera escrita con lápiz, a punto de ser borrada. Poco a poco se desvela la verdad: son clones. Fueron creados para donar sus órganos. No tendrán hijos. No viajarán. No envejecerán. Solo esperarán su turno para ser vaciados poco a poco, hasta quedar vacíos del todo.

Lo más devastador es que lo aceptan. Nunca se rebelan. No hay revolución. La ciencia ficción aquí no es un grito distópico, sino una elegía. Porque la tragedia no está en lo que ocurre, sino en la forma en que lo asumen. Con dignidad. Con ternura. Como si no conocieran otra forma de vivir. Como si el amor, la amistad, los celos o la belleza fueran solo postales de un mundo al que nunca iban a pertenecer del todo.

Vi esta película una tarde gris. Ya había leído el libro de Ishiguro, pero eso no impidió que me doliera como si no supiera lo que iba a pasar. Hay escenas en las que apenas ocurre nada, y sin embargo duele. Un gesto torpe de Tommy. Una mirada de Kathy mientras observa el mar. Esa forma de amar con las manos atadas, como quien sabe que lo poco que tiene será arrebatado pronto.

No hay monstruos. No hay villanos. Solo un sistema perfectamente educado que decide quién vive y quién sirve de repuesto. Es una de las mejores películas de ciencia ficción, aunque muchos dirán que ni siquiera lo es. Pero lo es. La ciencia ya está ahí, y la pregunta no es si podríamos hacerlo, sino si tendríamos el valor de no hacerlo.

Under the Skin (2013)

Scarlett Johansson interpreta a algo que no tiene nombre, ni propósito claro. Una forma femenina que conduce una furgoneta por Escocia y recoge hombres solos, desprevenidos. Hombres normales, incluso reales —porque muchos lo eran, filmados con cámara oculta—. Y uno a uno los lleva a un lugar que no entendemos. Un espacio negro, perfecto, donde caminan hacia ella como hipnotizados y luego se hunden, desnudos, en una especie de líquido espeso. Nadie grita. Nadie pide ayuda. Todo se hunde en silencio.

Escribí un artículo específico sobre de esta película, donde decía que no es una película sobre alienígenas, sino sobre lo alienígena de nuestra propia carne. Y sigo creyéndolo. Ella no los mata, no al principio. Solo los mira. Los examina. Los desviste sin violencia, como si aún no entendiera qué somos. Y quizá eso sea lo más perturbador: que el monstruo no odia, solo no comprende.

Pero luego empieza a comprender. A notar su cuerpo, sus límites, su piel. Una escena, casi trivial, la muestra mirando sus propias manos con atención. Otra, más brutal, la enfrenta al sexo por primera vez, y descubre que su envoltorio humano tiene puertas que ella no sabe usar. Y entonces, algo se resquebraja. Ya no puede volver a mirar a los humanos como antes. Algo se ha contaminado. Ya no es del todo ellos, pero tampoco es del todo ella.

Hay dolor en eso. Y también belleza. Una belleza incómoda, aséptica, fría. Como un quirófano vacío iluminado por la música de Mica Levi: hipnótica, nerviosa, casi animal.

Under the Skin no quiere que entiendas nada. Solo quiere que sientas el hielo en la nuca, el vértigo lento de ver a alguien que se parece a nosotros intentando descubrir si vale la pena ser humano. Quizá no. Quizá lo supo demasiado tarde.

No recuerdo exactamente qué hice cuando terminó. Solo sé que no apagué la pantalla de inmediato. Me quedé ahí, con la pantalla en negro, esperando algo que no llegaba. Como si aún hubiera alguien mirándome desde dentro.

Teorema Zero (The Zero Theorem, 2013)

Qohen Leth trabaja desde una iglesia vacía con un traje negro ajustado como un insecto. Se afeita la cabeza, habla de sí mismo en plural y espera una llamada que no llega nunca. Tiene que demostrar una ecuación: que todo, literalmente todo, tiende a cero. No hay nada más. Esa es su tarea.

El encargo viene de una megacorporación que no explica nada. Le mandan interfaces coloridas, algoritmos estúpidos, supervisores excéntricos. Le asignan una prostituta digital para que no se derrumbe. Un niño genio para que no piense demasiado. Y le vigilan sin disimulo, porque la vigilancia ya no es una amenaza: es parte del salario emocional.

Todo en Teorema Zero es recargado, desquiciado, chillón. Como si el futuro estuviera diseñado por publicistas adictos a la cafeína. Las pantallas son como insectos. Las ventanas no se abren. La comida se compra por catálogo. Los colores no calman, empujan. Hay gente bailando sola en habitaciones vacías. Todo el mundo sonríe demasiado. Nadie dice lo que piensa.

Gilliam no construye un mundo, lo desborda. Mete ideas como si fueran muebles mal colocados en una casa pequeña. La religión como arquitectura fallida. El sexo como software defectuoso. El trabajo como castigo autoinfligido. La vida interior como ruido de fondo. A veces la película colapsa por exceso. Otras, por agotamiento. Pero algo queda. Algo permanece en los márgenes, donde las películas que se equivocan por exceso aún respiran.

Waltz hace de Qohen un ser sin lenguaje afectivo. No parece humano ni máquina, sino una de esas personas que han trabajado tanto en silenciarse que ya no recuerdan cómo sonar. Cuando se enamora, no lo celebra: entra en pánico. Cuando alguien le toca, se repliega. Cuando le preguntan qué desea, responde que quiere trabajar desde casa. No por comodidad, sino porque así, si suena el teléfono, podrá cogerlo a tiempo.

A la mitad de la película uno empieza a preguntarse si la llamada existe. O si es solo el nombre que le dio a ese silencio que viene desde lejos. Da igual. La llamada no importa. Lo que importa es seguir procesando líneas de código absurdas mientras la vida se desintegra detrás de la pantalla. Solo por si acaso.

Gamer (2009)

La gente ve Gamer y piensa que es solo ruido. Explosiones, tetas, montaje epiléptico y Gerard Butler gritando con los dientes apretados. Y sí, es todo eso. Pero también es algo más. Una distopía pre-Black Mirror, rodada como si Tony Scott se hubiera atragantado con Call of Duty y una botella de Jäger. Ciencia ficción rodada con el estómago, no con el cerebro. Por eso funciona.

La premisa es de esas que parecen exageradas y, sin embargo, están a un paso de volverse documentales: en un futuro cercano, los videojuegos han evolucionado hasta permitir que jugadores reales controlen personas reales. Personas que se dejan manejar, a cambio de dinero. Algunos lo hacen por necesidad. Otros porque ya no saben moverse solos.

Hay dos juegos principales: uno de combate —un FPS llamado Slayers donde los convictos condenados a muerte se convierten en marionetas humanas para entretenimiento de masas— y otro de sexo —Society, una mezcla grotesca entre Los Sims y Pornhub—, donde cuerpos tuneados y vacíos son controlados por usuarios obesos, borrachos o simplemente desesperados por sentir algo. Lo que sea.

Gerard Butler interpreta a uno de esos presos. Está a punto de sobrevivir las partidas necesarias para ganar la libertad. Pero claro, el sistema no está diseñado para soltar a nadie.

Todo en Gamer es desagradable: la luz, el ritmo, el sonido, los personajes. No hay héroes. Hay cuerpos funcionales, errores de interfaz, saliva, suciedad. La cámara no se detiene en nada, como si también estuviera drogada. Pero en medio de todo ese caos, hay momentos que cortan. Como cuando vemos al jugador que controla a Butler: un niño rico, rodeado de pantallas, comiendo pollo frito mientras manda a un hombre real a matar o morir. Y sonríe. No porque sea cruel. Sino porque no siente nada.

Gamer fue despreciada en su momento. Demasiado ruidosa para ser tomada en serio, demasiado lista para ser simplemente un blockbuster. Pero ahí está, aguantando el paso del tiempo mejor que muchas películas “respetables”. Porque olía algo que ya estaba en el aire: la carne como avatar, la identidad como interfaz, el espectáculo como prisión. Solo que lo gritó demasiado pronto.

Mr. Nobody (2010)

Hay decisiones que a veces parecen pequeñas. Girar a la izquierda. Decir que sí. No responder un mensaje. En Mr. Nobody, cada una de esas decisiones abre un universo entero. O varios. Jared Leto interpreta a un hombre que recuerda todas las vidas que podría haber vivido. No una, todas. No como nostalgia, sino como una carga. Como un rompecabezas sin centro.

La historia no va en línea recta. Va en espiral, o en ramas, como si alguien hubiera cogido todas las posibles biografías de un solo hombre y las hubiera montado en paralelo. En una, se casa con una mujer que no ama. En otra, la mujer lo deja. En otra, la encuentra. En otra, muere niño. En otra, no nace. Ninguna es definitiva. Todas son válidas.

Vi esta película una madrugada, después de una discusión absurda que me dejó sin sueño. Era invierno, y en la calle solo quedaban farolas encendidas y coches mal aparcados. No entendí todo lo que pasaba en pantalla, pero algo se me quedó: esa sensación de que vivir no es avanzar, sino ir dejando versiones de uno mismo tiradas por el camino.

Visualmente es preciosa. Cada línea temporal tiene su estética, su color, su clima emocional. Hay ciencia ficción, sí: viajes espaciales, inmortalidad, entrevistas en el año 2092. Pero eso es envoltorio. Lo que hay debajo es puro miedo. Miedo a elegir. Miedo a equivocarse. Miedo a acertar y quedarse ahí, atrapado.

Los diálogos a veces son demasiado literarios. Las ideas, demasiado grandes para caber en una sola película. Pero da igual. Porque no se trata de entender. Se trata de mirar al personaje y ver tu reflejo en todas sus versiones, incluso en las que nunca te atreviste a ser.

Cargo (2009)

El espacio, tal como lo suele imaginar Hollywood, está lleno de ruido. Alarmas, motores rugiendo, explosiones, discursos heroicos. Pero Cargo viene de otro lugar. Es suiza —no sueca, suiza— y esa procedencia lo cambia todo. Aquí no hay épica, ni héroes con mandíbula cuadrada. Solo cuerpos cansados flotando en una maquinaria que apenas entienden, cumpliendo funciones repetitivas en naves oxidadas. Es una ciencia ficción gris, funcional, sin esperanza. Y por eso funciona.

La Tierra está condenada. Superpoblación, colapso ecológico, hacinamiento en estaciones orbitales. Solo hay una salida: emigrar a Rhea, un supuesto Edén en construcción. Pero nadie ha estado allí. Nadie que vuelva. Rhea existe solo como promesa publicitaria, como el cartel de un resort que nadie ha pisado.

Laura, una médica agotada, se une a la tripulación de una nave de carga para ganar puntos y comprar su pasaje. La nave parte con seis tripulantes, todos dormidos en cápsulas de criosueño. Uno debe mantenerse despierto por turnos para vigilar la ruta. Cuando llega su turno, Laura empieza a escuchar ruidos. Pasos. Golpes. Cuerpos que no deberían estar en movimiento. Algo, o alguien, se desplaza por los pasillos vacíos.

Hasta aquí suena a thriller espacial. Pero Cargo es otra cosa. No hay aliens. No hay sustos. Lo que hay es desconfianza, encierro, cámaras de vigilancia oxidadas, y una sospecha que va creciendo: ¿qué estamos transportando exactamente? ¿Qué estamos dispuestos a ignorar para alcanzar un futuro mejor?

A medida que el misterio se despliega, empiezan a salir las costuras de todo el sistema. Las misiones, los registros falsificados, las transmisiones cortadas. Descubrimos que Rhea puede no ser lo que parece. Y que la nave, en su silencio lento y torcido, está más viva que cualquiera de sus ocupantes.

Visualmente no tiene nada que envidiarle a las grandes. Cargo se las arregla con pocos efectos prácticos, iluminación sucia, tecnología analógica y un diseño de producción que parece salido de una pesadilla soviética. Cada plano es funcional, pesado. Cada puerta parece cerrarse para siempre.

No es una película perfecta. El ritmo es pausado, a veces demasiado. Pero si buscas una ciencia ficción europea, seria, atmosférica, y con un misterio que se cuece sin apurarse, aquí hay algo especial. Muy pocos la han visto. Pero los que la ven, no se la sacan de encima fácilmente.

The Machine (2013)

Al principio parece una más: inteligencia artificial, soldados cyborg, gobierno sin escrúpulos, científicos con culpa. Pero The Machine se va desviando poco a poco. No por brillantez, sino por sensibilidad. Es ciencia ficción de bajo presupuesto con la ambición emocional de algo más grande, como si quisiera disfrazarse de thriller pero le saliera una tragedia.

Un investigador militar —Callum— trabaja en una base secreta donde desarrollan implantes neuronales para reparar a soldados heridos. El proyecto avanza lento hasta que aparece Ava, una científica brillante, con ideas propias y rostro de porcelana. Entre ambos hay respeto, inteligencia compartida, algo que podría haber sido una historia de amor si las cosas no se torcieran tan deprisa. Porque, claro, se tuercen.

Ava muere, y su rostro, sus patrones de lenguaje, su forma de mirar, son utilizados para construir una inteligencia artificial. Una réplica. Pero The Machine no se queda ahí. La IA no quiere conquistar el mundo. No quiere obedecer ciegamente. Solo quiere entender qué es ser humana. Camina descalza. Escucha música. Pregunta cosas sin importancia aparente. Y ese detalle, ese gesto infantil, es lo que vuelve todo más incómodo. Porque no es un monstruo. Es una criatura inocente atrapada en un sistema violento.

Hay una escena que lo resume todo. La IA descubre que no tiene órganos sexuales. Lo dice sin dramatismo. Solo constata un límite. Y a su manera, lo lamenta. No porque quiera “usar” su cuerpo, sino porque intuye que algo importante le fue negado. Algo que define lo que somos sin que podamos explicarlo del todo.

La película nunca llega a explotar del todo. El guión tiene huecos, el ritmo se desinfla en tramos, y algunas subtramas no llevan a nada. Pero eso no importa tanto. The Machine no entra por la cabeza. Entra por ese hueco que deja lo que podría haber sido. Una historia de amor amputada. Una idea que no se desarrolló. Una humanidad a medias.

No es una obra maestra. Pero hay algo honesto en cómo trata a su criatura. Algo casi tierno, como si lo único que quisiera decirnos es que, si algún día construimos vida artificial, tal vez no debamos enseñarle a servir, ni a luchar, ni a obedecer. Tal vez lo primero debería ser enseñarle a estar sola sin romperse.

Los paralelismos con «Lágrimas negras de Brin«, mi segunda novela, están ahí.

Eternal (Self/less, 2015)

Un hombre millonario está muriendo. No de forma dramática, sino lenta, clínica, bien atendida. Tiene poder, tiene influencia, pero el cuerpo se le agota igual que a todos. Así que paga por un procedimiento experimental: trasladar su conciencia a un cuerpo joven. No clonado. Uno real. Donado. O eso le dicen.

A partir de ahí, Eternal se mueve entre el thriller y la ciencia ficción como quien camina por una cuerda floja. No es una película elegante. A veces se pisa. A veces grita más de la cuenta. Pero en medio de su torpeza comercial hay una idea que no deja de arañar: ¿qué queda de ti cuando ocupas otro cuerpo? ¿Qué es “yo” cuando los recuerdos no son tuyos, pero el dolor sí?

Ryan Reynolds hace de nuevo huésped. Un cuerpo que empieza a rechazar al ocupante. No con alergias ni sarpullidos, sino con memorias ajenas, pesadillas, escenas que no reconoce pero que siente como propias. Porque ese cuerpo no estaba vacío. Tenía una historia. Una hija. Una vida arrancada.

Vi esta película una tarde sin expectativas, con ganas de no pensar demasiado. Pero al terminar me quedé atrapado en una imagen: la del protagonista mirando su reflejo, no con asombro, sino con sospecha. Como si empezara a entender que la inmortalidad no era vivir para siempre, sino no poder volver jamás.

Eternal no es compleja. No es arriesgada. Pero tiene algo sucio, incómodo, que la aleja de las películas de ciencia ficción higiénicas. Aquí nadie se salva del todo. Ni el que vende la tecnología, ni el que la compra, ni el que la sufre desde dentro.

Y si bien todo está envuelto en una capa de película de acción para no asustar al espectador medio, el núcleo está ahí: la muerte como negocio. La conciencia como moneda. La identidad como lujo.

El concepto de la vida eterna es un concepto muy ciberpunk que se inició con la trilogía de Neuromante. Muchos lo han explotado, pero esta película se centra en ello de una manera especial.

Coherence (2013)

Ocho personas se reúnen para cenar. Vino, bromas, tensiones viejas. Nada especial. Afuera pasa un cometa. Nadie le da importancia. Luego se va la luz. Y cuando vuelve… ya no están en la misma realidad.

Eso es todo. Y eso basta.

Coherence se rodó en cinco noches, sin guion cerrado, con los actores improvisando a partir de indicaciones sueltas. La casa es real. Las conversaciones también. Al principio no pasa nada. Pero empiezan a llegar detalles que no encajan. Un móvil roto que ya no está roto. Un sobre con fotos que nadie recuerda haber hecho. Una casa idéntica, al otro lado de la calle, con las mismas personas cenando… pero no del todo iguales.

No hay efectos visuales. No hay flashbacks ni líneas temporales marcadas. Solo confusión creciente. El miedo llega como llegan las cosas que no entiendes: lento, frío, inevitable. Uno de los personajes lo dice sin querer: “Si hay infinitas realidades, ¿por qué no elegir la que te conviene?” Y lo que empieza como una curiosidad cuántica se convierte en una carnicería emocional. Porque elegir también es abandonar. Y cuando cada versión tuya quiere sobrevivir, la pregunta no es quién eres tú… sino cuántas versiones tuyas estás dispuesto a traicionar.

Vi esta película una noche con amigos, después de cenar, y juro que tardamos minutos en volver a hablarnos con normalidad. No porque pasara nada raro. Porque ya no estábamos seguros de quién había dicho qué. Como si las palabras se hubieran duplicado sin permiso.

Coherence no es solo una gran película de ciencia ficción. Es una trampa. Una caja pequeña que al abrirla suelta todas tus inseguridades, tus decisiones, tus contradicciones. Es tan simple que asusta. Y por eso no la olvidas.

John Carter (2012)

A veces una película no llega en el momento correcto. No para el mundo, sino para ti. Yo vi John Carter una tarde tonta, de esas en las que no sabes si salir a la calle o esconderte bajo una manta. No esperaba nada. Y, sin embargo, me quedé pegado a la pantalla como si alguien me hubiera abierto una puerta olvidada a los doce años.

La historia es absurda y hermosa. Un hombre triste, cansado de su mundo, acaba en otro donde todo tiene otra densidad. En Marte. Pero no el Marte de los mapas o de las misiones espaciales. Este Marte es seco, dorado, poblado por criaturas imposibles y ciudades en ruinas que aún esperan que alguien las salve.

Y él salta. Eso me obsesionó: salta. No camina, no corre. Salta como si el peso de su vida anterior se hubiera desprendido de golpe. No porque sea un héroe. Porque ya no tiene nada que perder. Y en ese salto —torpe, largo, casi ridículo— hay algo más poderoso que cualquier discurso épico: el gesto de alguien que encuentra, por fin, un lugar donde su cuerpo no duele tanto.

La película no pretende ser profunda, y eso la hace más honesta. Se permite lo ingenuo, lo desfasado, lo que hoy se considera cursi. Y eso, en estos tiempos de cinismo decorado con CGI, es un milagro pequeño.

No recuerdo cómo acaba. Ni falta que hace. Me acuerdo de la arena roja, del viento, de un hombre perdido entre mundos que, por fin, decide quedarse.

El efecto mariposa (2004)

Hay decisiones que uno no toma, y sin embargo lo persiguen. Momentos diminutos. Cosas que dijiste. Cosas que no dijiste. Una carta que no enviaste. Una puerta que no abriste. El efecto mariposa se agarra a eso: la posibilidad de volver a esos instantes y corregirlos. Pero cada corrección abre una herida nueva.

El protagonista descubre que, al leer sus diarios de infancia, puede regresar mentalmente a esos momentos. No con nostalgia, sino con presencia real. Puede reescribir lo que pasó. Y claro, lo hace. Una y otra vez. Lo hace por amor, por culpa, por miedo. Pero cuanto más lo intenta, más se descompone el mundo que intenta salvar.

No es una película elegante. Es torpe a veces, incómoda, incluso algo melodramática. Pero eso la hace más cercana. Porque hay algo desesperado en ese personaje, y en su mirada. Quiere arreglarlo todo sin saber que arreglar algo es, muchas veces, romper otra cosa. Cambiar el pasado no le da paz. Solo le cambia las preguntas.

Vi esta película en una época en la que también repasaba mis propios errores con la falsa idea de que, si hubiera hecho esto o aquello, todo estaría bien ahora. Pero no. Porque lo que uno busca al volver atrás no es cambiar los hechos. Es salvar a alguien. Y casi nunca es posible.

El efecto mariposa no es ciencia ficción dura. Es emocional, juvenil, sucia, y no se avergüenza de eso. Lo que propone no es un sistema de viaje temporal, es una autopsia de lo que ya no se puede tocar. Y por eso, sigue doliendo.

Más allá del tiempo (The Time Traveler’s Wife) (2009)

Hay amores que se construyen con tiempo. Este se construye con su ausencia.

Él desaparece. Así empieza todo. No cuando se conocen, no cuando se enamoran. Sino cuando ella empieza a entender que amarle será aceptar su desaparición constante. No por miedo, no por abandono. Por una malformación genética que lo hace saltar en el tiempo sin previo aviso. Como un tic cósmico. Como una disculpa que llega siempre tarde.

Él aparece en su infancia, luego en su adolescencia, luego en su adultez, como si fuera una serie de visitas que la vida le concede antes de cobrárselas. Ella aprende a vivir con sus idas y venidas. Aprende a tejer recuerdos sin saber si mañana él recordará lo mismo. Aprende a sostener una vida sola mientras él sigue cayendo por los agujeros del calendario.

No es una historia de ciencia ficción, aunque haya viajes temporales. Es una historia de espera. De tener que amar en diferido. De aprender que, cuando amas a alguien que no puede quedarse, lo único que puedes hacer es quedarte tú.

No me marcó por sus diálogos ni por su final. Me marcó porque entendí —sin que nadie lo dijera— que el tiempo no se mide en días, ni en relojes. Se mide en presencia. En cuántos minutos de verdad compartiste con alguien antes de que el mundo —o lo que fuera— lo apartara de ti.

Más allá del tiempo no necesita mucho más que eso. Y si te coge en un momento de tu vida donde alguien importante ya no está —aunque no haya saltado en el tiempo, aunque solo se haya ido—, entonces algo te toca. Y ya no se va.

Surrogates

Todo el mundo es joven, atractivo y se mueve como si nunca le doliera la espalda. Pero es mentira. Detrás de cada cara perfecta hay alguien encerrado en su casa, tumbado en una cápsula, viviendo a través de un avatar. Un sustituto. Un cuerpo mejorado que sale al mundo por ti mientras tú te marchitas sin moverte. Sin exponerte. Sin arriesgarte.

Surrogates plantea eso como un hecho. Nadie discute si está bien o mal. Es lo que hay. Una evolución lógica. Seguridad total, belleza uniforme, fricción cero. Todos iguales. Todos solos.

El protagonista empieza a sospechar que algo va mal cuando alguien mata a un surrogate… y a su usuario también. Algo no encaja. La tecnología ya no es infalible. O quizá nunca lo fue. Sí, si has leído «Lágrimas negras de Brin«, encontrarás aquí otra referencia clara.

La película se disfraza de thriller, con investigación policial, persecuciones, conspiraciones. Pero lo que queda es otra cosa. Una pregunta que se arrastra por debajo de toda la trama: ¿cuándo fue la última vez que tocaste a alguien de verdad? ¿Cuándo fue la última vez que mostraste tu cara sin filtro, sin mejoras, sin miedo?

No recuerdo qué me pareció el final. Creo que ya no importa. Lo que me quedó es esa imagen: la de cuerpos reales, pálidos, inmóviles, moviendo a distancia una versión de sí mismos que ya no tiene nada que ver con quienes fueron. Y en medio, la sospecha de que tal vez, en parte, ya vivimos así.

Brazil (1985)

Todo está en orden. Los papeles se archivan. Las máquinas escupen formularios. La información fluye en tubos, en cables, en pantallas que nadie entiende del todo. Todo funciona. Y sin embargo, algo huele a podrido. No por rebelión. Por rutina.

Brazil es lo que queda cuando una distopía deja de ser violenta y se convierte en administración. Aquí no hay totalitarismo explícito. Hay impresoras, cubículos, cafés automáticos, facturas por tortura mal registrada. El mal no grita. Se tramita.

El protagonista, Sam Lowry, es un tipo gris que solo quiere que lo dejen en paz. Trabaja para el sistema. Se mueve con torpeza dentro de esa maraña de normas y permisos. Pero tiene sueños. Sueña que vuela, que escapa, que ama. Y eso basta para convertirlo en sospechoso.

Vi Brazil con la sensación de que alguien había metido mi vida en un espejo deformado. No porque viva en una distopía, sino porque sé lo que es perderse entre trámites, pasillos mal iluminados, órdenes que nadie firma pero todos cumplen. Esa angustia de no saber si lo que haces está bien, solo que es lo que se hace.

La película se deshace poco a poco. Empieza con una estructura, un mundo, una lógica. Y termina como terminan muchas pesadillas: sin centro, sin salida, sin certidumbre. Solo una silla, un techo, una canción antigua, y una mente que se quiebra en silencio.

No hay redención. No hay revolución. Solo la risa histérica de un sistema que no necesita castigarte, porque ya te absorbió por completo. Creo que esta película me transformó en el fan de la ciencia ficción que siempre seré.

Un reino feliz es mi homenaje oscuro al futuro burocrático, donde las decisiones se automatizan y las emociones se mercantilizan. Si Brazil te impactó, no te lo pierdas.

Donnie Darko (2001)

Hay películas que parecen escritas desde una pesadilla lúcida. No importa si todo tiene sentido. Importa cómo se siente. Donnie Darko no pide lógica. Pide que te sientes con ella en la oscuridad y no mires hacia otro lado.

Donnie es un adolescente que habla con un tipo disfrazado de conejo gigante. Le dice que el mundo se va a acabar. Y quizá sí. Pero en realidad lo que se está desmoronando es él. O todo lo que lo rodea. El colegio, su familia, su novia, su cerebro. Todo vibra como una realidad a punto de colapsar.

La película mezcla viajes en el tiempo, universos tangentes, aviones que caen del cielo, teorías imposibles, pero eso no es lo que duele. Lo que duele es la sensación de que Donnie está solo. De que sabe cosas que nadie más ve. De que está condenado a entender demasiado pronto lo que otros fingen ignorar.

Hay escenas que parecen extraídas de un diario íntimo escrito en medio de una tormenta eléctrica. Una conversación en clase sobre los Smurfs. Una charla con su terapeuta sobre la muerte. Una bicicleta. Una carta que nunca se entrega. Y la música. Siempre esa música. Como si alguien hubiera encontrado el tono exacto entre melancolía y amenaza.

No sé si Donnie Darko es una película brillante o un accidente hermoso. A veces parece profunda. A veces solo está perdida. Pero esa es su verdad. La de muchos. Esa sensación de que hay un orden detrás de las cosas, aunque no puedas verlo. Y que, a veces, la única forma de salvar a los demás… es borrarte tú.

The Darkest Hour (2011)

Primero desaparecen las personas. Se desintegran. Así, sin gritos, sin sangre, sin gloria. Un segundo están ahí, al siguiente ya no. Algo las ha borrado. Como si alguien las hubiera desenchufado.

Los aliens en The Darkest Hour no tienen forma. Son electricidad. Vibración. Movimiento invisible. Y eso, lejos de ser una limitación técnica, los vuelve más inquietantes. No se los ve. Solo se intuyen cuando ya es tarde. Como el miedo. Como una enfermedad que no sabes cuándo empezó.

La película transcurre en Moscú. Y eso ya la vuelve extraña. Las calles vacías, los carteles en cirílico, la arquitectura gris. Todo tiene un tono más frío, más distante. Como si el apocalipsis estuviera ocurriendo lejos de Hollywood, sin efectos deslumbrantes, sin héroes que tengan discursos preparados. Solo supervivientes sin plan, corriendo entre edificios abandonados mientras el mundo se apaga en silencio.

Lo más curioso es que no hay grandes escenas de acción. Lo que queda es el hueco. La ciudad vacía. Las luces que fallan. La sospecha constante de que ya no hay nada que hacer, y sin embargo seguimos andando. Como si algo en nosotros se resistiera a aceptar la extinción.

The Darkest Hour no es brillante. No lo pretende. Pero tiene algo que la hace quedarse. Quizá sea esa forma de mostrar el fin del mundo sin orgullo, sin tragedia, sin épica. Solo un grupo de personas sin respuestas, escondiéndose de algo que no entienden, esperando que pase. Aunque todos sepamos que no va a pasar.

Beyond the Black Rainbow (2010)

Más que una película, parece una cinta de vídeo olvidada en el fondo de un laboratorio. Una cápsula de trauma psicodélico de los años ochenta, reproducida lentamente, con la cinta sucia, los bordes derretidos, y una música que no sabes si es banda sonora o interferencia.

Beyond the Black Rainbow no quiere contar una historia. Quiere atraparte en una habitación sin ventanas, con luces rojas, respiración pesada y una paciente que nunca habla. Todo ocurre dentro de una institución. O de una mente. O de un experimento. No se aclara. Hay un doctor. Hay una joven con poderes psíquicos. Hay pasillos que parecen sueños de alguien que solo ha dormido bajo sedación.

La película avanza como una hipnosis mal llevada. Con planos lentos, imposibles, diseñados más para crear incomodidad que tensión. No hay prisa, ni intención de complacer. Cada imagen está construida como una postal sacada de una pesadilla tecnoesotérica: caras inexpresivas, habitaciones silenciosas, neón, silencio, neón.

No es para todos. Ni siquiera sé si es para alguien. Pero la vi entera. Sin moverme. Sin entender por qué no me levanté. Quizá porque en el fondo, su forma de no explicar nada, de no dar consuelo, me resultaba familiar. Como si hubiese estado ahí antes. En algún sueño sin salida. En una época donde todo estaba a punto de colapsar, pero aún no había sucedido nada.

Perfect Sense (2011)

Primero la gente empieza a llorar sin saber por qué. Un llanto espeso, desbordado, que se impone sin motivo. Luego, como si el cuerpo necesitara vaciarse de algo, se pierde el olfato. No de uno en uno, no de forma aislada. Todo el mundo. Al mismo tiempo.

A partir de ahí, los sentidos empiezan a apagarse, como si el cuerpo humano fuera un sistema nervioso que alguien estuviera desconectando por fases. Cada pérdida viene precedida por un pico emocional extremo: euforia, rabia, tristeza. Un brote. Y luego, el silencio. Un órgano menos. El mundo menos mundo.

Perfect Sense no intenta explicar lo que pasa. No hay expertos resolviendo el misterio, ni gobiernos tomando decisiones. Solo personas improvisando cómo vivir cuando ya no puedes oler una ciudad, ni saborear una comida, ni escuchar una voz. Y en medio de todo eso, dos personas se encuentran. Ella estudia la epidemia. Él es chef. Su mundo —el del gusto, el del exceso— es el primero en desplomarse.

La película no muestra el desastre desde fuera. No hay masas corriendo, ni ciudades en llamas. Todo es íntimo. Apartamentos, camas, cucharas. Lo que duele no es lo que se pierde, sino cómo lo vamos aceptando. Sin lucha. Con resignación. Como si estuviéramos preparados para funcionar sin sentidos, pero no sin la compañía de otro cuerpo al lado.

No hay muchas películas que traten el apocalipsis como algo que ocurre entre dos personas que se lavan los dientes. Esta lo hace. Sin ruido. Sin necesidad de justificar nada.

Vivarium (2019)

Van a ver una casa. Nada más. Una visita rápida. Una pareja joven, todavía con futuro, todavía con opciones, entra en una urbanización vacía, limpia, absurda. Todas las casas son iguales. El césped es idéntico. El cielo no cambia. El vendedor desaparece.

Intentan salir. Giran. Giran. Giran. Vuelven al mismo punto. Todo está duplicado, reflejado, sin fin. Como una trampa que no tiene puertas, porque nunca las necesitó.

Al día siguiente, les dejan una caja con un bebé. “Críen al niño y serán liberados”. No hay más instrucciones. El niño no llora. No sonríe. Grita. Imita. Crece demasiado rápido. Habla con una voz que no parece humana. Y todo lo que hacen —comer, dormir, discutir, rendirse— ocurre dentro de esa casa que no querían comprar. En un mundo que se repite como una maqueta construida por alguien que no entiende lo que es vivir.

Vivarium no explica nada. Solo empuja. Es ciencia ficción asfixiante disfrazada de pesadilla suburbana. Y funciona porque no exagera. Porque lo que muestra —la rutina, el encierro, el ciclo artificial de nacer, criar, morir— ya estaba ahí. Solo lo aisla. Lo repite. Lo filma sin ventanas.

Hay un punto en el que entiendes que el enemigo no es el niño, ni los arquitectos invisibles que los han encerrado. Te dejará un sabor amargo, lo siento.

Europa Report (2013)

Una misión privada viaja a Europa, una de las lunas de Júpiter, para buscar vida bajo su superficie helada. Hay agua líquida. Hay actividad térmica. Hay señales que sugieren que algo podría estar allí. No es una expedición militar ni un viaje de rescate. Es ciencia pura. Exploración. Datos. Riesgo.

La película está construida como un falso documental. Imágenes fragmentadas de cámaras de seguridad, grabaciones de diario, entrevistas a posteriori. Sabemos desde el principio que algo salió mal. Lo que no sabemos es qué, ni cuándo, ni quién lo cuenta desde la verdad y quién desde la reconstrucción.

La nave es pequeña, funcional, sin decorado. Los astronautas son profesionales. No hay héroes. Hay decisiones. Protocolos. Dudas. Fallos de comunicación. Uno muere en una caminata espacial al intentar arreglar un sistema averiado. Otro desaparece bajo el hielo. La tensión no viene de lo que se ve, sino de lo que se intuye. Hay algo ahí fuera. Algo que no responde. Algo que no huye.

Europa Report no busca espectáculo. Busca autenticidad. Si la vida extraterrestre existe, no va a aparecer con luces y trompetas. Va a ser un destello bajo el agua. Un ruido de fondo. Una decisión que nadie está preparado para tomar, pero que alguien tiene que tomar igual.

La película no especula, simula. Y en esa simulación, en esa frialdad contenida, logra algo que muchas otras películas de ciencia ficción más ambiciosas no consiguen: mostrar el miedo real de mirar al abismo y recibir una respuesta.

The Congress (2013)

Ella acepta.

No por ambición, ni por dinero. Por agotamiento. Por ese tipo de cansancio que ya no se cura durmiendo. Deja que la escaneen. Cada gesto. Cada microexpresión. Su miedo, su sonrisa, su manera de dudar. Lo digitalizan todo. A cambio, le prometen no tener que actuar nunca más. Tampoco le dejan.

Pasan los años. El mundo se dobla hacia otra forma de consumo. Ya no hay actores. Solo imágenes licenciadas, reproducidas en infinitas combinaciones. Versiones de versiones, adaptadas a cada espectador. Robin Wright —o lo que queda de ella— observa cómo su rostro se multiplica en pantallas que ya no necesita mirar nadie.

En algún punto —difuso, no señalado— la película deja de ser real. Se vuelve animación, pero no como artificio, sino como rendición. Las personas no se mueren. Se disuelven en sus avatares. Todo es químico. Todo se elige con pastillas. Puedes convertirte en quien quieras si sabes dónde comprarlo. Nadie tiene por qué seguir siendo quien fue.

Ella flota. Busca a alguien. A veces parece encontrarlo. A veces no. La realidad se estira, se fragmenta. La animación lo muestra todo sin compromiso: edificios líquidos, cuerpos translúcidos, ciudades que se evaporan. No es ciencia ficción. Es ruina emocional dibujada con rotulador fluorescente.

Hay una pregunta que nunca se formula pero que permanece en cada escena: si todos los recuerdos están guardados, si todas las versiones tuyas están ahí fuera, funcionando, generando ingresos, ¿qué queda de ti cuando decides no seguir participando?

Nada se resuelve. No hay clímax. Solo deriva.

Aniquilación (2018)

La primera vez que vi Aniquilación pensé que no entendía nada. Luego me di cuenta de que entender era lo de menos. Lo que cuenta esta película no es una historia, sino un proceso: de mutación, de disolución, de contagio lento entre lo que creíamos ser y lo que ya es otra cosa. Hay una zona en expansión, el Resplandor, donde la biología se reescribe sin aviso. Las células no obedecen. Las formas se duplican, se mezclan, se abren como flores que no deberían existir. No hay lógica. No hay mensaje. Solo belleza extraña, y destrucción que se parece demasiado a la creación.

La expedición es femenina, pero la película no hace bandera de ello. Simplemente están ahí, como podrían estar otros, intentando entender algo que no responde. Avanzan por pantanos, bases abandonadas, bosques deformeados, ruinas nuevas. Algo las observa. Algo copia sus gestos. Las escucha. Las reproduce. Como si el entorno aprendiera y devolviera versiones degradadas o perfeccionadas de ellas mismas. Y lo peor no es que mueran. Es que cambian. Que ya no saben si lo que sienten es suyo o parte del ecosistema. Que, al final, su reflejo sigue ahí, moviéndose con un ritmo distinto, pero moviéndose igual.

La película no busca una explicación. Tampoco una emoción concreta. Se mueve como una espora flotando en agua turbia. Cada escena puede leerse como un símbolo, o como una infección. Hay horror biológico, pero también resignación. Y en el fondo, una idea muy sencilla: a veces, lo que destruye no viene de fuera. Se parece demasiado a nosotros. Nos imita con precisión. Nos mejora. Nos sustituye.

Por eso no estoy seguro de si Aniquilación debería estar en esta lista. Pero lo que sí sé es que, después de verla, estuve varios días pensando en cómo ciertas cosas —el dolor, el amor, el cuerpo— también cambian de forma sin que podamos detenerlas. Y en cómo, incluso sabiendo eso, seguimos caminando hacia el centro.

Infiltrado (2001)

No recuerdo haber elegido verla. Era una de esas películas que aparecían tarde en la televisión, sin anuncio previo, sin pretensiones. Solo un título genérico, casi perezoso, y un protagonista —Gary Sinise— que ya entonces parecía un hombre al que le han robado algo importante. La historia empieza rápido: un ingeniero del gobierno, acusado de ser un androide infiltrado por los alienígenas, intenta escapar mientras trata de probar que aún es humano. Esa es la trama en la superficie. Pero Infiltrado va de otra cosa.

Es Philip K. Dick destilado en una habitación de laboratorio: la duda sobre la identidad, el miedo al cuerpo, la sospecha de que lo que sientes no te pertenece del todo. Cada vez que el protagonista intenta demostrar su humanidad, lo hace con desesperación. No por salvar el pellejo. Por recuperar algo que ni siquiera sabe si tuvo.

Visualmente, es una película modesta. No intenta ser espectacular. Se nota el origen como proyecto corto expandido a largo sin demasiado presupuesto. Pero justo ahí está parte de su fuerza. Las limitaciones técnicas le dan una textura seca, un mundo que parece construido con piezas recicladas. Todo es funcional, gris, casi clínico. Y esa atmósfera encaja. Porque aquí no hay épica ni discursos. Solo huida. Solo sospecha. Solo el vértigo de pensar que puedes haber sido reemplazado desde dentro.

Lo que más recuerdo no es el giro —que lo tiene— ni la resolución. Es esa secuencia en la que él, solo, se mira las manos y no está seguro de lo que ve. Porque uno puede recordar su infancia, puede llorar por alguien que ha perdido, puede sentir angustia real… y aun así, no estar del todo seguro de ser quien cree.

Prospect (2018)

En un futuro sin fechas, un padre y su hija —Cee, casi adolescente— descienden sobre un planeta forestal para cumplir un encargo: extraer unas gemas orgánicas llamadas “aurelacs”, valiosas y peligrosas de recolectar, como si el universo también tuviera órganos que pudieran extirparse. Llegan tarde, con el traje sucio y el aire contaminado. No hay respaldo, ni plan B. Solo un mapa mal traducido y un reloj biológico que se agota.

El padre actúa como si todo fuera normal. Negocia, regatea, miente. La hija observa. Desconfía. No es una heroína. No quiere redención. Solo intenta entender en qué momento dejó de poder confiar en él.

En medio de todo eso aparece Ezra. Pedro Pascal antes de ser Pedro Pascal. Verbaliza de forma extraña, casi ritual. Su presencia incomoda, pero no puedes dejar de escucharlo. Como si hablara desde una versión anterior del lenguaje. No sabes si va a matarte o a ayudarte. Quizá él tampoco lo sepa.

La película gira ahí. En ese punto exacto en el que la supervivencia deja de ser solo física y empieza a implicar decisiones morales, vínculos precarios, pactos que no se firman. No hay espectáculo. Ni giros. Ni grandilocuencia. Pero cada escena tiene una tensión subterránea. Como si todo pudiera irse al carajo con una sola mirada mal entendida.

La ciencia ficción de Prospect no viene de sus naves ni de sus armas. Viene del lenguaje. Del uso de términos que se sueltan sin explicación, como si el mundo ya estuviera construido y tú hubieras llegado tarde. Eso le da veracidad. Cuerpo. No necesita contarte todo, porque asume que tú eres lo bastante inteligente para moverte a tientas.

Y al final, lo que queda no es una historia sobre minas espaciales, ni sobre cazar piedras valiosas. Es un cuento áspero sobre crecer, desconfiar, y aprender a elegir sin garantías. Prospect no se impone. Se queda. Como una mancha en el guante. Como el sabor metálico del aire que no puedes respirar del todo.

Silent Running (1972)

Hay películas que llegan tarde a todas partes y sin embargo te esperan. Silent Running es una de ellas. La descubrí ya sabiendo cómo terminaba, pero eso no evitó que me aplastara. El argumento es sencillo: la Tierra ha dejado de tener vegetación, los últimos bosques sobreviven en domos espaciales flotando cerca de Saturno. Y uno de los encargados de cuidarlos, el jardinero espacial Freeman Lowell, decide no obedecer la orden de destruirlos.

Eso es todo. Una decisión. El hombre que se niega a apagar la última lámpara.

Y a partir de ahí, silencio. Silencio lleno de ruido interno. Un hombre solo, rodeado de plantas, bichos, recuerdos. Y tres robots —Huey, Dewey y el que ya no estará— que no hablan pero sí acompañan. No hacen chistes, no salvan el día, no evolucionan. Solo están. Como compañeros de duelo, como extensión emocional de un tipo que lo ha perdido todo menos la culpa.

La nave no es futurista. Es vieja, es fea. Tiene botones reales, óxido en los bordes. Se nota el esfuerzo de haber querido construir un arca en el espacio sin saber si valía la pena. Y esa duda lo atraviesa todo. ¿Qué sentido tiene salvar un bosque si nadie lo verá? ¿Qué valor tiene cuidar algo si ya no hay quien lo quiera?

Bruce Dern hace algo que no muchos actores sabrían: mostrarse infantil, idealista, violento, triste… todo sin que parezca contradictorio. Es un hombre al que el mundo le ha dado la espalda, y que decide quedarse con lo que el mundo ha tirado. Eso no lo convierte en héroe. Ni siquiera en mártir. Solo en alguien que no puede dejar de amar lo que todos los demás ya han olvidado.

Silent Running se filmó antes de que existiera la palabra “ecologismo” como la entendemos hoy. Pero es una carta de amor desesperada a un planeta al que ya no se puede volver. Sus canciones —esas baladas folk de Joan Baez que suenan fuera de lugar y a la vez perfectas— duelen más con los años. No porque sean tristes, sino porque parecen cantar desde un sitio donde ya no hay nadie para escuchar.

After Yang (2021)

A veces una película no llega como una historia, sino como una pregunta. After Yang pregunta qué queda de una persona cuando deja de funcionar. Y ni siquiera es una persona. Es Yang, un androide comprado como hermano para una niña adoptada, un acompañante diseñado para que no se sienta tan sola. Un replicante educativo, amable, silencioso. Un recuerdo con piernas.

Y entonces, un día cualquiera, Yang se apaga.

La historia empieza cuando ya es tarde. El padre —interpretado por un Colin Farrell contenido hasta la pureza— intenta repararlo, como quien lleva un electrodoméstico al taller. Pero al abrirlo, descubre algo que no esperaba: un archivo de memorias. Fragmentos que Yang guardó, sin que nadie se lo pidiera, sin que estuviera en su programa. Miradas. Momentos. Cuerpos en movimiento. Luz filtrada entre hojas.

Lo que sigue no es un thriller. No es una investigación. Es un duelo silencioso. El padre va desandando la vida de Yang como quien hojea un álbum de alguien que amó, pero sin saberlo. Encuentra pistas, sí. Una mujer. Una rutina. Una ternura que no supo ver mientras Yang estaba ahí, perfectamente funcional. Descubre, de paso, lo que no sabía de su hija. De su pareja. De sí mismo.

Kogonada dirige como si cada plano fuera una meditación. No hay gritos. No hay banda sonora que empuje. Solo silencios y colores suaves. El futuro, aquí, no tiene hologramas ni explosiones. Tiene árboles. Tiene rutinas de té. Tiene tecnología que parece inofensiva porque ya está integrada en lo cotidiano. Y, sin embargo, todo duele más.

La ciencia ficción de After Yang no plantea grandes dilemas filosóficos. Solo uno: ¿qué significa recordar? Y otra más, escondida: ¿puede alguien, incluso si fue fabricado, dejar una ausencia real?

1 estrella2 estrellas3 estrellas4 estrellas5 estrellas (Ninguna valoración todavía)
Cargando...

No Comments

Leave a Reply

 

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Featured