Era una cueva oscura. Una tenue luz surgía del agua que me llegaba casi hasta las caderas. Esa luz me dejaba entrever la caverna llena de sombras azuladas que bailaban. El agua estaba templada, casi caliente y los peces azules y rojos volaban entre mis rodillas, jugando al escondite. Un olor a jazmín flotaba sobre la bruma. Musgo y pequeñas flores aún tiernas, rodeaban los peñascos que sobresalían. Como si fuera un pastor entre los peces, caminé hacia delante guiándolos por sus propios dominios, paladeando el sabor dulce del vapor. Las paredes de piedra eran suaves al tacto, como algodones pétreos. Una gota cayó sobre mi frente, caliente y salada como una lágrima. La cueva entera lloraba en silencio y las gotas que caían aquí y allá eran el único sonido vivo, lento y pausado. El ritmo de las lágrimas y el tacto de los peces sobre mi piel me acompañaron un rato, hasta que la oscuridad de la cueva terminó bajo la luz de la luna, que colgada en el cielo iluminaba un bosque alrededor del río. La brisa refrescó mi piel, y seguí caminando. El susurro de las hojas de los árboles que bailaban bajo la brisa, acompañaba una noche cálida. Casi pegajosa.
Al principio pensé que era un pájaro, un extraño ave de plumas de terciopelo. Pronto supe que no lo era. Oí palabras. Palabras extrañas, pronunciados por una niña. Susurros, ecos. Los propios árboles acompañaban aquella canción en completa armonía. En el silencio entre estrofas, ni el viento se atrevía a soplar, como si la naturaleza contuviera el aliento por respeto. Yo mismo dejé de respirar hasta que de nuevo, la voz vino de nuevo a mí. Sentí que me llamaba, pese a las palabras incomprensibles. Seguí el río, buscando el origen de aquella voz desconocida y frágil. Los peces trotaban a mi lado, deseando llegar, indicándome el camino. Incluso parecía que las piedras bajo mis pies, se aplanaban, haciéndome el paso más fácil. Las estrellas parpadeaban alegres. Su voz se hizo más dulce, más cercana. Estaba cerca. Podía oler el aroma de jazmín, mezclado con otras flores para las que no tenía nombre. Un olor dulce y ligero, huidizo. Se escondía y volvía a aparecer en mi consciencia. Era incapaz de atraparlo, pero cada vez que respiraba estaba ahí, como los peces y las estrellas. Amarillas. Me imaginaba esas flores amarillas y con grandes pétalos carnosos. No vi flores, solo los grandes ojos de una muchacha, casi una niña, que cantaba en un idioma desconocido para mí. Aquella canción se repetía una y otra vez de forma hipnótica. Caminó hacia mí sumergida hasta la cintura. Era menuda y delgada. La luz de la luna resaltaba la palidez de su piel. Su largo cabello fluía sobre sus hombros y sus pequeños pechos. Sus labios me sonreían sin dejar de cantar. Los peces nos rodearon y ella siguió susurrando aquella canción, aquellas palabras líquidas en mis oídos, produciéndome cosquillas en algún lugar de mi interior. Parpadeó lánguida, sus pestañas no tenían prisa. La luz de la luna se reflejaba sobre su nariz. Iluminando solo la mitad de su rostro. Su ojo izquierdo brillaba, verde y cristalino, como el agua. La contemplé sin prisa, buscando peces que nadaran en aquella inmensidad. Su canto se convirtió en un susurro y se acercó hacia mí muy despacio. Sentí su aliento sobre mi cuello y el tibio roce de su piel sobre mi brazo. Ella era la flor amarilla. Como un campo de melocotones en verano, su esencia dulce me desbordó. Sus labios rozaron mi oreja y un lento escalofrío bajó nadando por mi espalda. Paró su canción para reír y observarme con curiosidad apenas a un palmo de distancia. Sus labios volvieron a cantar para mí, en silencio. Mudos, pero llenos de vida, como la fruta fresca. Se giró hacia el río y sus dedos buscaron los míos. Me indicó que la siguiera, sin palabras. Volvió a cantar aquella canción alegre. Suave, dulce, sin prisa. Suspendido en aquellas hojas amarillas, flotando entre los peces. La seguí. Minutos, horas. Mil latidos mal contados. Cuando se giraba de forma sutil para sonreírme, veía su perfil y me estremecía: era el ser más hermoso que había conocido.
El río se ensanchó, hasta convertirse en un pequeño lago. Allí otras criaturas me esperaban, igual de hermosas, hermanas mellizas de aquella criatura que aún me sujetaba la mano. Sus hermanas, me dieron la bienvenida con curiosidad. Revoloteando alrededor de mí. Rozando con las yemas de sus dedos mis hombros, mi pelo, mis manos. Pacientes, escuchaban la canción de su hermana, que se balanceaba de forma plácida sobre el agua, flotando sobre mí. El agua se hizo más profunda de repente y dejé de hacer pié, pero ella me sujetó la mano y me abrazó. Sentí por primera vez el tacto de su cuerpo sobre el mío, de sus manos sobre mi piel desnuda. Entornó los ojos con ternura. Calló. Suspendidos sobre el agua, sólo se escuchaba el murmullo de una cascada lejana y las apagadas risas de sus hermanas que habían ido ya a la orilla y nos esperaban fuera del agua. Sin abrir los ojos, sus labios rozaron los míos. Poco a poco, nos besamos. Flotando en aquella ingravidez, la humedad de su boca me inundó. Cerré los ojos y me hundí en aquella sensación de pérdida, de total abandono. Abrazado a su piel, encerrado en sus besos llegamos a la orilla. Sus hermanas nos ayudaron a subir y tras sus manos llegué a sus labios. Ellas también me besaron y recorrieron mi piel húmeda con sus manos, compartiendo con su hermana aquella intimidad aterciopelada, aquel aroma dulce y fresco. Su piel bajo la mía, sus risas cortas y alegres fluyendo sobre mi cuerpo. Sus cabellos desparramados sobre mis piernas. Lloré de placer, de dicha y me perdí en aquel bosque de gemidos.
Horas. Minutos. Vidas. Mis oídos despertaron poco a poco, bajo el ronco sonido de otras voces. No recordaba haber cerrado los ojos, los abrí despacio. Seguía siendo de noche, pero ya no había luna. A mi lado, otros hombres gemían de placer haciendo el amor con aquellas criaturas. Un picante y dulzón olor ahogaba mis sentidos a sexo y sudor gastados, usados. Sobre mí, ella se balanceaba una y otra vez, pero su canción ya no era un susurro cálido sino un gemido roto y desabrido. Monótono. Su rostro desfigurado por las tensión, vulgar y malgastado. Sus ojos ya no eran estanques cristalinos, sino pozos turbios. Una mueca burlona reemplazaba su sonrisa. Intenté moverme, huir. Mi cuerpo no respondía, lánguido e insensible, mientras ella me usaba a su antojo, desbastándome como a una rama de abedul.
Desperté bañado en sudor frío y jadeando. Eran las cinco y cuarto de la madrugada. La imagen vívida de aquellos ojos turbios y aquella mueca cínica permaneció en mis retinas sin poder quitármela de la cabeza. A ciegas, fui al baño y me mojé la cara sin atreverme a mirarme al espejo. La imagen poco a poco se desvaneció y las luces de los rascacielos bajo mi ventana la sustituyeron como un pesado manto de luces muertas. Pronto amanecería. Aquel aroma dulce y fresco volvió a mí por unos instantes. Por unos instantes quise llorar, sin saber porqué. Tomé dos pastillas y rogué para que hicieran efecto pronto.
Jimmy Olano
«Las paredes de piedra eran suaves al tacto, como algodones pétreos.»
¡Tremenda sinestesia!