Máquinas defectuosas

Este relato está incluido en mi colección de cuentos «Histerias ficticias», en su versión corregida, ampliada y revisada, aquí esta la versión original que escribí en el blog hace un tiempo. Es uno de mis favoritos :)

Veintidós relatos que te retorcerán por dentro

Fantástico, ciencia ficción, ficción contemporánea y horror. Disponible en papel y eBook

Con aquel flequillo y ese pelo corto parecía un chico, aunque sus curvas la delataban, parecía muy joven, pero una mujer al fin y al cabo. Apenas levantaba la mirada del suelo, avergonzada, insegura. En sus grandes ojos de color miel, las lágrimas desbordaban el dique negro de sus pestañas. Babas dulces caían de sus labios, hinchados como fruta madura, húmedos debido a la violencia a la que la habían sometido. Arrodillada frente a él, su cuerpo casi adolescente temblaba encerrado en un vestido ceñido.
—Por favor, no me hagas daño —imploraba una vocecita que sonaba a niña tímida.
—Cállate —zanjó él, tirándola del pelo con firmeza.
—Túmbate, puta —ordenó.
Ella, obediente, se tumbó boca arriba en la cama, aunque no pudo reprimir los sollozos. Ocultó su rostro angelical con sus manos mientras dejaba el resto de su cuerpo sobre la cama, vulnerable e indefenso. Sus piernas, quedaban entreabiertas bajo el vestido negro . Él se arrodilló y le quitó los zapatos de tacón con cuidado, dejándolos encima de la moqueta, recreándose en aquella fragancia familiar. Controlando a duras penas su ansia, recorrió con las yemas de sus dedos el tacto de sus piernas, fundiendo en su mente el acto de tocar y ser tocado. Tobillos, rodillas. La cara interna de aquellos muslos largos, que se ocultaban vagamente bajo la ropa. Los lloriqueos fueron en aumento al sentir los dedos de él rozar su vello púbico. El perfume de ella le volvía loco, casi tanto como sus lamentos.
—No por favor, no… —susurraba ella, sorbiéndose los mocos, víctima de la impotencia.
Tarde, sus dedos ya habían asaltado la frontera. Tras unos instantes de respiraciones densas y entrecortadas, de gemidos y de miradas turbias, le arrancó la ropa interior y trepó sobre ella, sujetando sus manos, y contemplando con placer como las lágrimas rodaban por sus mejillas. Ella hipaba, entre lloro y lloro, con los labios húmedos y salados. Sus miradas tenían una conversación propia, ajena a sus cuerpos.
—No lo puedes evitar. Lo sabes —dijo él, despacio, sonriendo, disfrutando cada sílaba, aplastándola bajo su peso, inmovilizándola, a unos centímetros de su rostro. Sus alientos entrecortados se mezclaban, húmedos y calientes.
—Nnnn… no, por favor —gemía ella, rota, arqueándose hacia él para escapar de sí misma, pero él la empujó de nuevo sobre la cama y le bajó la parte superior de su vestido, mostrando sus hombros desnudos y su pecho, protegido tan solo por un sujetador negro.
—¿Quieres que siga? —Rugió él, ebrio de emociones.
Ella movió la cabeza de lado a lado mientras lloraba, sin dejar de mirarle. Sin dejar de disfrutar cada centímetro de su piel, le soltó el sujetador sin miramientos, dejando sus pequeños pechos al aire. Él aferró su delicado cuello con la mano izquierda y empezó a apretar. Ella gimió, primero de ansiedad, y al fin, de placer. Él no quiso esperar más, la besó con furia, perdiendo la poca paciencia que le quedaba. Se quitó los pantalones con la mano libre y mientras la asfixiaba, la poseyó sin piedad, ignorando sus gemidos o las uñas clavadas en su espalda. Sus dos bocas se devoraban entre lloros, gruñidos y lágrimas, haciendo añicos todo rastro de sus máscaras humanas.
….
Hacía un frío del demonio aquella mañana y Alberto esperaba sentado en un banco a que su jefe llegara para abrir la sucursal. Mientras, se mordía las uñas y miraba de forma compulsiva su teléfono móvil. Buscaba algún comentario sobre la última historia que había publicado en el foro. Gracias a ese sitio de internet se había sacudido sus demonios, ya no se veía sí a mismo como un enfermo, tan sólo como otra persona diferente más. Antes de aquello, los pocos que habían atisbado en su interior, pensaban que era un sádico. La gente, como siempre, simple y corta de miras, era incapaz de entenderle. Pero no, todavía no tenía ningún comentario. Desde que se animó a contar sus experiencias sexuales sin tapujos, sin ocultar nada, se sentía mucho más seguro. Hasta que no dio con aquel lugar de encuentro, no había disfrutado de verdad con el sexo. Ninguna de sus parejas estaban dispuestas a ser humilladas o a llorar mientras follaban. La única, Eva, era demasiado pasiva, y se llegó a sentir una mala persona. Fue gracias a la psicóloga, quien le sugirió buscar personas que tuvieran una mente tan retorcida como la suya. Como Nadia, con ella todo parecía fácil. Lo único que pedía era que la ahogara, casi hasta matarla. Llorar y soportar la humillación no dejaba de ser el postre, acostumbrada a un marido incapaz de llevarle la contraria. Nadia y él eran las piezas sueltas de una máquina que alguien perdió en el diseño y descubrieron que encajaban a la perfección. Nadia parecía una lolita, aunque había pasado tiempo desde que fuera una adolescente. Él aprendió rápido a amarla, asfixiándola con las manos cuando le hacía el amor. Nadie podría entender aquello, ni siquiera él. Sólo sabía que haría cualquier cosa por ella. Sufría cada vez que la asfixiaba, sufría cada vez que la pegaba, o la forzaba de maneras inconfesables, violentas y sucias. Cuanto más sufría, más la amaba. Siempre en silencio. Sabía que si se enteraba de lo que sentía por ella, dejarían de verse. Esa había sido la única regla de Nadia. Sus vidas simulaban normalidad: ella estaba casada, y trabajaba como directora de recursos humanos de una consultora de prestigio, todo aquello bajo la máscara de la otra Nadia, vetada para él.
Carlos, su jefe, llegó en un coche, que se detuvo apenas unos instantes tras dejarle al otro lado de la calle. Vino caminando despacio hasta la oficina, como tantas veces, sin prisa, disfrutando de su propia presencia. Ni siquiera saludó, pasó a abrumarle con sus grandiosos planes, sus miles de tareas pendientes y quejas amargas sobre sus compañeros. Alberto no soportaba la idea de esperar al fin de semana para quizás poder ver a Nadia. Estaba levantando la persiana del cierre cuando al girarse, se la encontró de frente. Era ella, con otras ropas y diferente peinado. Fría, fuerte, otra Nadia. Pero le había reconocido, y una sombra de miedo llenó sus ojos, llenándolos de vida por unos instantes. El aire se congeló, mientras un parpadeo perezoso, precedía a la explosión.
—Gracias cariño —dijo Carlos dándole un beso breve en los labios—, pensé que me lo había dejado en casa —añadió, y cogió su maletín de cuero de manos de ella. Su Nadia.
—No sé que haría sin Lorena —dijo Carlos con una sonrisa estúpida.
Ella se fue sin mirar atrás. Alberto no pudo evitar temblar un poco al ver sus caderas poseídas por aquella funda humana, atractiva, y extraña. «Lorena, que nombre tan espantoso» Pensó para sí mismo.
—Va a ser una gran semana —dijo Alberto con una enorme sonrisa.
—¿Tú optimista? —preguntó su jefe divertido.
—Ya lo creo. No sabes lo que he gozado este fin de semana —respondió.
Ya estaba pensando en como terminar el relato de su última noche. Este relato.

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