Este duro relato Ciberpunk lo podéis encontrar en la segunda edición de mi libro de cuentos “Histerias ficticias” y no estaba presente en la primera edición. Si leíste la primera edición, este corre de mi cuenta ;)
Veintidós relatos que te retorcerán por dentro Fantástico, ciencia ficción, ficción contemporánea y horror. Disponible en papel y eBook |
Los casi cuarenta años de Claudia no habían pasado en balde, y las puntas de su cabello no eran lo único roto en ella. Gracias a la experiencia, podía soportar con más facilidad ver escaparse el tiempo. Esperaba a los clientes como antes había esperado que algo cambiara el mundo. Había sido testigo de su transformación, pero no en la dirección que ella anhelaba. Cuando ganaba, como con la legalización de la investigación de las IAC, no lo hacía de la manera que ella había querido. Se quedaban cortos, siempre. Cuando perdía, era una derrota total, como pasó con la legalización de los alphas. Siempre había soñado, desde que de niña jugaba con su niñera robot, el día que pudiera hablar con ellos como una igual. Y sin embargo, ya no le emocionaba nada de todo lo que se había conseguido. Mucho más de lo que una vez hubiera imaginado. Había esperado demasiado, su ilusión se había desteñido con el paso de los años, quemada por el sol, como su rostro. El tiempo lo poseía todo. Su piel marcada por la edad tenía memoria de lo vivido. Decenas de manifestaciones bajo los drones de la policía. Aquella piel que había sido golpeada, escaneada y maltratada. No todo había sido malo, también recordaba los besos apresurados, las caricias anónimas, llenas de urgencia. Susurros calientes en callejones oscuros, rodeados por el caos y los gritos. La misma piel que vendía ahora por fracciones de hora, para pagar sus obsesiones.
Claudia, apoyada en el cabecero de la cama, miró el reloj de la pared. Todavía quedaba mucha tarde por delante. Fuera, en la ciudad, las ventanas de los enormes edificios que componían el paisaje se empezaban a encender una por una, cientos de ellas. Miles. Quizás había más que estrellas en el cielo, al menos muchas más de las que se veían. No recordaba la última vez que había visto el cielo abierto, sin la espesa capa de suciedad que rodeaba la ciudad. Lo que más le gustaba de su casa era que a ras de suelo, la niebla espesa estaba lejos, en lo alto, donde desaparecían los edificios. Tan cerca del nivel cero, la suciedad del aire no ocultaba las calles. Necesitaba sentir la conexión con la madre tierra, aunque la mezcla de asfalto y polvo gris lo cubriera todo. Aunque no pudiera abrir la ventana, sólo sentir las vibraciones de las tuberías, el viento y el tráfico de los inmensos omnibuses de gravedad cero al pasar cerca de su edificio.
Retomó la lectura de su escritora favorita del siglo XX, un clásico ya desconocido para las modas, Alisa Zinóvievna. Con ella resultaba fácil dejarse llevar por las palabras y pensar en un mundo muy diferente. Un mundo objetivo y justo. Le gustaba creer que a sus exclusivos clientes les fascinaba una mujer como ella. Su experiencia y sus modales la distinguían como una mujer de otro siglo. Sus clientes tenían curiosidad por verse reflejados en sus pupilas y por unos minutos sentir que el mundo se paraba, respirar el aire húmedo y cálido de una mujer que miraba al corazón, con sueños de colores verdes y rojos. Sueños vivos y húmedos. Lejos de un mundo dominado por la lógica aplastante de la ciencia.
Ella ya no sentía. Hacía mucho que había dejado de soñar. Sólo quería vivir, disfrutar de una existencia plácida. Toda su vida escalando imposibles, para descubrir que siempre había tenido un ascensor esperándola. Se cepilló de nuevo la larga cabellera roja y se observó en el espejo para asegurarse de que la cita de las seis y media la encontrara como debía. Sus ojos verde aceituna comprobaron que los labios estaban bien pintados, y repasó el rimmel de sus larguísimas pestañas. La única operación confesable que había alterado su cuerpo. Aquellos ojos eran la mejor de sus bazas. Habían visto el mundo arder y ahora estaban en paz. Silenciosos y cargados de vida. Cambió el colgante que llevaba por su collar favorito, una cinta de terciopelo negro que ceñía sobre aquel cuello esbelto. La próxima cita era nueva y quería cautivarlo desde el primer minuto. Por teléfono parecía muy educado. No soportaba a los hombres con malos modales, con prisas o que no sabían lo que querían. Se levantó y se miró al espejo de perfil. Una mujer hermosa dentro de un corto vestido sonreía al otro lado del espejo. Aquel sostén, reliquia de otra época, funcionaba mejor que cualquier implante. Lo mismo que las medias y el corsé. Siempre había tenido las piernas largas. Había tardado demasiados años en descubrir que su cuerpo había sido siempre lo más importante en todas aquellas tardes de debate, vino barato e ideales imposibles. Tacones, lápiz de labios, rimmel y escote. Ser una narzem tenía sus ventajas. Los antiguos sabían cómo mostrar el verdadero alma de las cosas. Y ella era una cosa. Lo sabía, y no le importaba.
Adam llegó puntual. Bien parecido, un hombre alto, atlético y de rostro perfecto. Sus rasgos, tan familiares, le recordaban a alguien. Ni siquiera estaba despeinado. Ni olía a sudor, ya que después de todo, era la hora de salida del trabajo. No obstante, desde el primer momento, Claudia supo que aquel hombre no viajaba en el suburbano. Para él, era la primera vez, y Claudia lo sabía. Todos los hombres, de una forma u otra se delataban al entrar, pero él no. Y sin embargo, sabía que para él, aquello era nuevo. No necesitaba aparentar seguridad ni controlar la situación, demostraba curiosidad y disfrutaba observándola con descaro. Preguntando qué más había en el menú.
—¿Primera vez, cielo? Déjame que te guarde el abrigo —dijo Claudia, sin necesidad de romper el hielo. El hombre tenía las manos calientes y una sonrisa rápida. No rehuyó el contacto ni hizo amago de ceder terreno cuando ella le rozó con el cuerpo.
—Sí. ¿Importa? —contestó él sin dejar de mirarla a los ojos.
—Siempre hay una primera vez para todo —dijo Claudia sonriendo y manteniendo la mirada en él.
—La primera vez no se olvida —contestó él.
Claudia le observó con el rabillo del ojo mientras colgaba el abrigo. Por primera vez desde hacía años, sintió dudas sobre lo que buscaba aquel tipo. Su cara parecía vulgar, como si la hubiera visto mil veces, pero su forma de moverse tenía algo especial.
—¿Una copa? —preguntó mientras observaba al hombre cotillearle las cosas, sin tocarlas.
—Sí, gracias. Whisky, si es posible. Sin hielo.
—Yo me pondré otro. No tienes prisa, ¿verdad?
—Ninguna.
—Perfecto —contestó Claudia, que comenzaba a intrigarse con aquel hombre.
—Un libro de Rand, vaya, de verdad eres una auténtica narzem. No me habían engañado.
—¿Rand? —preguntó Claudia, mirándole de reojo a través de un espejo que se reflejaba a su vez en otro.
—Ayn Rand, el nombre con el que publicó sus libros, luego los historiadores han usado su nombre de pila, Zinóvievna, para darle más misterio. Supongo que cuanto más complejo sea el nombre más viejo parece, no?.
—¿Te gusta la historia, Adam? —preguntó. Le gustaba llamar a sus clientes por su nombre, aunque fuera falso.
—Mucho. De siempre —respondió Adam, devolviendo la mirada a través del espejo.
—Yo también lo creo. ¿Y qué mas te gusta, Adam?
—Las mujeres —dijo con una sonrisa seductora.
Claudia empezó a pensar que Adam podía ser de esos hombres que intentaban seducirla. Sin embargo nunca había conocido a nadie como Adam, y le comía la necesidad de entender qué le motivaba. Casi había olvidado esa parte de su profesión. Cuando le alcanzó el vaso, esta vez fue él quien le tocó la punta de los dedos con las manos. Claudia sonrió y le empujó con suavidad a una butaca. Adam se recostó y la observó a placer, tal como Claudia sabía que haría.
—¿Algo de música? —preguntó Claudia.
—Perfecto.
Claudia se movió despacio, acentuando su sensualidad y eligió algo tranquilo, y bajó un poco las luces.
—No bajes la luz, quiero verte bien.
—Me verás bien. Pero confía en mí, es mejor que siempre dejes algo por ver. No tengas prisa.
Adam sonrió y pegó otro trago a la bebida.
Claudia empezó a bailar al ritmo de la música, clavando sus ojos en él, observando sus reacciones. Era un hombre, de eso estaba segura. Reaccionaba como debía reaccionar, y pese a su seguridad inicial, el animal empezó a asomar los dientes. Sin embargo, era resistente. Pasaron las canciones y Claudia agotó su repertorio de movimientos, así que se sentó en su pierna y tomó su whisky. Luego, sin decir nada, rozó sus labios con los suyos y se arrodilló delante de él. Adam sonrió y suspiró.
Claudia empezó a bajarle la bragueta y Adam se dejó hacer.
Claudia odiaba a los hombres que la empujaban de la cabeza. Adam lo hizo con las dos manos.
—No tengas prisa, déjame que te enseñe cómo se hace —susurró, dejando que la saliva cayera de sus labios. Ella misma se empujó la cabeza y evitando las arcadas, traspasó su límite un par de veces. Antes de que él le cogiera la cabeza de nuevo, se subió encima de él a horcajadas y le volvió a rozar los labios con los suyos. Al ver que podía seguir, le besó. Prefería el sabor a whisky. Era agradable tener clientes aseados, incluso operados, como aquel. Odiaba los cerdos.
El hombre comenzó a estrujarle con violencia los pechos y ella tuvo que arañarle un poco la espalda a través de la ropa y gemir un poco para evitar que le hiciera daño. Le levantó y le sonrió con picardía. Subiéndose el vestido y enseñando la carne a través de las medias. Esperando que sus dedos empezaran a trepar hasta ella. No fallaba. Aquellas estrechas franjas de piel entre su vestido subido y el final de las medias eran un imán. Adam se arrodilló delante de ella y sus dedos pronto llegaron a su ropa interior. Exploraron hábilmente los pliegues y la acariciaron con maestría. Si pudiera sentir algo, hubiera sido placer. Adam se acercó aún más y le bajó las bragas hasta los tobillos.
Sin decir palabra, la levantó en volandas y todavía con las bragas enganchadas en el tacón derecho, se la llevó a la cama. Tan pronto la dejó sobre el colchón, la penetró sin avisar. Si pudiera sentir algo, le habría dolido. Gimió de placer. Adam no dio pausa alguna y empezó a mover sus caderas con voracidad. La aferraba con fuerza, impidiendo que pudiera moverse. Prisionera de sus brazos y dominada por su voluntad. No se resistió. Dejó que la usara. Sin embargo no terminó. Le dio la vuelta y la penetró por detrás. Esta vez sí le dolió. Era brutal. Gimió de verdad. De auténtico dolor. Sus manos intentaron impedir que siguiera, apartando su cuerpo.
—No me fastidies, he pagado la tarifa más alta. ¡Dámelo todo! —protestó Adam.
Claudia agarró la almohada y se la apretó contra la cara para silenciar sus propios gritos. Hacía tiempo que no lloraba. Adam gruñía como un animal.
No supo cuándo, pero llegó un momento en que el dolor desconectó. Supo que estaba sangrando cuando miró para atrás para ver la hora y vio la sangre entre las sábanas. La almohada, húmeda de lágrimas y saliva, estaba ya fría. Pasaban ya las siete y media.
Se apartó con brusquedad. Adam sonreía pletórico. No había terminado. Le daba igual, ella había cumplido su parte y no pensaba aceptar una extensión de tiempo.
—¿Te importa si acabo yo? —preguntó Adam, buscando la mirada de Claudia, que le rehuía.
No esperó la respuesta. Sin hacer nada, sin tocarse, eyaculó sobre ella. Claudia sólo había visto hacer eso una vez. En una feria, muchos años atrás. Protestando por el uso salvaje de aquellos robots como objetos de satisfacción sexual de mujeres y hombres ricos. Una parte de ella lo sabía desde que había abierto la puerta.
Adam era un androide. Del tipo sexual. Ahora sabía de qué le sonaba aquel rostro perfecto y vulgar. Desde la ley de Rixxos, a los androides que podían demostrar su inteligencia y autonomía se les permitía comprar su libertad. Y Adam pertenecía a ese grupo de nuevos libertos. Uno de aquellos por los que luchó y que en ese preciso momento se limpiaba con las sábanas ensangrentadas de su cama.
—Gracias, ha sido fantástico —dijo el androide, mirándola como quien ha superado un récord.
Cuando Claudia se sentó, el dolor volvió. Vívido. No pudo evitar quejarse. Adam se percató y ensanchó su sonrisa. Arrojó el dinero sobre la cama y se vistió de espaldas a la mujer que doce años atrás, lideró la lucha por los derechos de las Inteligencias Artificiales Autoconscientes. Detrás de él, Claudia contaba el dinero, billete a billete, pensando en que tendría que comprar otro par de medias.
Adam cerró la puerta sin despedirse, sintiéndose más humano que nunca.
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