Andrea se asoma al balcón y mira al infinito con una rosa blanca entre sus manos. No es más que un taburete sobre el escenario, pero con las luces muertas y el foco sobre ella, la magia arranca. Se toma su tiempo, como si la brisa fresca de las noches de Verona le acariciara la cara y no fuera un ventilador de viento. Su rostro transita por un mar de expresiones contradictorias mientras sus compañeros no saben si la escena ha empezado ya o está esperando alguna señal. Está concentrada, absorta mientras se transforma. El método funciona diferente con cada actor, todos lo saben, pero Andrea es especial, así que aguardan hasta que rompe a hablar. Se toma su tiempo, y cuando lo hace su voz es frágil e íntima.
—Romeo. Romeo, ¿por qué, por qué tienes que ser Montesco? ¿Por qué tú, de entre todos, tenías que ser un Montesco? Nos une el odio. Nos ata, y ahora nos maldice con amor. Maldito seas, que me haces elegir entre amarme y amarte.
Debajo del taburete, arrodillado, los ojos de Carlos brillan mientras observan a Andrea. Un foco secundario le ilumina con un tono rojizo. Se muerde los labios. Su rostro está tenso, como si quisiera interrumpirla y llevársela en volandas.
—Déjalo. Reniega de tu familia. Reniega de ti mismo —hace una pausa, porque se le quiebra la voz—. Si no tienes fuerzas, pídemelo a mí. Te seguiré donde vayas. Renunciaré a todo lo que soy y quise ser.
Carlos se gira hacia sus compañeros. Los mira, como si les pidiera ayuda.
—¿Debería decírselo? ¿Debería callar? ¿Debería aceptar lo que soy, y renunciar a su amor? ¿Soy un cobarde? ¡Decidme!
Su última pregunta acaba con un tono desgarrador. Entorna los ojos, como si le doliera algo por dentro, como si no quisiera estar ahí. Sus compañeros dudan: la adaptación del texto de Romeo y Julieta es muy diferente a lo que esperaban, pero la directora de escena está entusiasmada. Nadie se esperaba esto.
Andrea prosigue, como si no escuchara a Carlos, en su supuesto balcón, aunque está pegado a él y se podrían tocar. No le mira en ningún momento.
—Da igual quién seas, quién parezcas o cómo te llames. Sé quién eres, aunque me ignores en la multitud, aunque no hables conmigo o lo hagas a través de mí. Nos educaron para actuar, a mentir, pero contigo… no puedo llevar mi máscara.
Carlos deja caer unas lágrimas. Aprieta los puños y estos cambian de color.
—No me importa tu rostro, sus acciones, tus palabras ni tu personaje. Siempre te busco en el fondo de tu máscara. Tu lengua bajo las palabras. Tus manos bajo los guantes. Sé quién eres, pese al disfraz.
Embelesado, Carlos la contempla mientras Andrea prosigue su monólogo.
—Da igual quien seas, sus besos seguirán siendo tuyos. Da igual cómo te llames o cómo me llame yo. Seguirás siendo perfecto debajo de la máscara.
Sobre las mejillas de Carlos caen las lágrimas en silencio.
La directora de escena rompe aplaudiendo.
—¡Bravo, bravo! Eso es lo que quería, pasión. ¡Bravísimo!
Sus compañeros la imitan, no saben qué ha ocurrido. Cuchichean entre ellos mientras aplauden de manera mecánica.
Andrea ahoga un suspiro y sale corriendo del escenario al baño sin decir nada, dejando caer la flor blanca de plástico que sujetaba entre las manos. Carlos la coge del suelo, se gira atrás y se seca las lágrimas a espaldas del público.
Cae el telón
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