Un reino feliz: Clara (1 de 3). Buenos aires, 2024.

Él tenía la barba blanca y los ojos abiertos de alguien desesperado que lucha por el último amor de su vida. Yo tenía 17 años y estaba atrapada en un coche con el último novio de mi madre. Ella, la adulta, siempre fue incapaz de tomar decisiones, así que me pidió que cortara con él. Entré en su coche sin que él pudiera reaccionar. Se resistió con la locura de un hombre adulto que lucha contra el tiempo. Me dijo entre lágrimas y silencios que nos quería a las dos y que todos estos años había hecho muchas cosas por nosotras. Aquella fue la primera y la última vez que vi a aquel tipo y con todas aquellas palabras sin sentido me lo puso más fácil. ¿Cómo iba a querer a alguien que jamás había visto? Le dije de todo y al final salí de su coche y nunca más le volvimos a ver.

Me dijeron que poco después murió. Y mi madre desapareció de mi vida, sin valor para decirme adiós. El último recuerdo que guardo de mi madre es una sonrisa culpable y una expresión de libertad al cruzar la puerta sin maleta, solo con su bolso y un cigarro en la mano. Ni siquiera pagó el alquiler, me tuve que ir a vivir con mi padre, que no sabía qué hacer con una adolescente respondona. Pero me acogió, a su manera.

Mis padres se separaron antes de poder tener recuerdos sólidos del aspecto que tiene una pareja que vive junta en rutinaria armonía. Tras las paredes nunca hubo indiferencia, solo gemidos y palabras de amor. Algunas peleas, muchos sueños imposibles y palabras bonitas de adolescentes tardíos, buscando el amor o un sustituto resbaladizo.

Mi padre también me utilizaba para remendar su vida sentimental. A veces tenía que salir yo a la puerta de casa a dar explicaciones a alguna mujer despechada que apuñalaba el timbre con la uña recién pintada de su dedo índice. A mi padre le gustaban las mujeres guapas y excesivas. Los argentinos son muy de eso, de vivir la vida como si se fuera a evaporar al día siguiente. Mi padre era piloto y no era raro el día que quedaba con dos mujeres y coincidía que una llegaba a casa antes de que se fuera la otra. Entonces me tocaba a mí salir al rellano y explicar que su vuelo se había retrasado: Helsinki, Madagascar, Tokio. Siempre lejos, con margen para que fueran horas. Yo tenía catorce años, pero había viajado más con la imaginación que cualquier niña de mi edad. Él era piloto, pero nunca me llevó con él.

Algunas de aquellas mujeres querían ser mi madre, a veces solo durante unas horas, a veces tardaban días o semanas. Nunca duraba demasiado el interés de mi padre por ellas. Yo no quería cogerles cariño, porque igual tenía que ser yo quien les dijera que mi padre no estaba y que no volvería. Y si preguntaban demasiado, decirles la verdad, que estaba dentro, follando con otra mujer que gemía con la misma ansia y deseos de amor eterno.

De todas esas mujeres aprendí algo importante sobre los hombres: cuanto más cerca les quieres de ti, más se alejan.

Una tarde de esas pegajosas del verano de Buenos Aires, allá por diciembre, subía a casa por la escalera del edificio. Aunque había ascensor, era un cuarto y me gustaba ejercitar mis piernas. Allí me esperaba una mujer sentada. Nada más verme, sacar las llaves y meterlas en la puerta, sentí el peso de su mirada sobre mí, como el mordisco del fantasma de un animal gigante.

—¿Ahora le gustan las niñas?—preguntó.

—No soy una niña —respondí sin pensar.

—No me responde el teléfono, ¿está dentro?

—No lo sé.

—Déjame entrar —ordenó.

—No —respondí.

Me miró y supo que no cedería. Sus ojos ya estaban llenos de lágrimas, pero no rompió a llorar. No quería hacerlo delante de mí. Tenía unos enormes y preciosos ojos verdes llenos de lágrimas sin verter, esperando una excusa para hacerlo.

—Déjame entrar— rogó.

—No puedo. No sé quién eres.

—Soy Miriam, he estado en esta casa muchas veces. Estuve la semana pasada. Había quedado con él ayer, pero no me coge el teléfono. ¿Cómo puede ser que tengas llave?

—Lo siento. Él es así.

Durante unos segundos su rostro se transformó y de pronto entendió quién era yo. Rompió a llorar y por primera vez, sentí algo. Era demasiado bonita y frágil para simplemente cerrar la puerta y dejarla allá, llorando en un rellano desierto, entre la penumbra. Me acerqué a ella y me puse de cuclillas, a su lado, sin saber qué hacer. Ella me abrazó y sentí cómo sus lágrimas calientes empapaban mi camiseta hasta llegar a mi piel.

—¿Eres Clara, verdad?

—Asentí con la cabeza y con un sí, casi inaudible.

 


Clara es un personaje importante en “Un reino feliz”. Descubre más sobre ella en el blog en próximas entregas.

 

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