Un reino feliz: Mona Sinclair.

Hacía un frío del demonio en el aeropuerto de Seattle y mis nervios no ayudaban. Había visitado el baño tres veces en dos horas. El vuelo se había retrasado dos veces por mal tiempo. No quedaba ya por leer ningún mensaje en el móvil y la batería estaba a punto de terminarse, por segunda vez en menos de veinte horas.

Seis meses en una isla cerca de Alaska no parecían una buena idea. Por mucho que mi editor dijera que la historia funcionaría mejor que ninguna que las que había escrito, algo me decía que me estaba metiendo en un lío aún más grande que los anteriores. Ni siquiera infiltrada en los círculos integristas islámicos había sentido esa sensación de saltar al vacío. No entendía de economía, no entendía de política. A veces yo misma me preguntaba qué sabía y por qué buscaba siempre un lío más grande que el anterior, por qué no podría ser otra treintañera normal, más preocupada por su maternidad que por mostrar al mundo la cara más oculta de las cosas. No me gustaban los niños, eso sí lo sabía. “Solo son seis meses”, me repetí para mis adentros. Las otras veces, había sido yo quien había elegido el tema y mi editor el que me intentaba echar para atrás. Esta vez parecía que fuera al revés, aunque el ángulo de esta historia era mucho más ambicioso que ninguna de las anteriores. Odiaba no poder fumar en los aeropuertos. Odiaba los aeropuertos, sobre todo en la ida, se apelmazaban todos mis miedos en ese punto de la tripa que hace que respirar sea un trabajo extra. ¿Y si me reconocía alguien que ya me conocía? ¿Y si encontraba algo mucho más siniestro o peligroso de lo que esperaba encontrar?, o peor aún, ¿y si no había nada de nada?

El chico con mirada de perro juguetón que se sentaba enfrente de mí, se decidió a dar un paso más y sonrió un poco. También llevaba la tarjeta granate colgada al cuello que le identificaba como viajero con visado. Todos nosotros debíamos llevarlo en todo momento hasta el aterrizaje, así los agentes de aduanas desplegados en suelo extranjero podrían identificarnos en todo momento. También nos permitía a nosotros reconocer a nuestros futuros compañeros. Volar al Reino no era como ir a Londres, de eso se aseguraban bien en todo el proceso, incluido el cacheo personal. Le devolví la sonrisa y me senté a su lado. Estaba desesperada por hablar con alguien y Enric estaba dormido, eran las dos de la madrugada en Barcelona.

—Odio los aeropuertos —dije en inglés, comenzando la conversación.  Miré su tarjeta: Edward Spelmann. Había acertado a la primera ¿Stanford o MIT?

—Yo también. Un poco absurdo para un ingeniero aeronáutico, ¿verdad?

Mierda. Los aeronáuticos eran una tortura. Siempre tenían la obligación moral de tener una respuesta para cada problema. Sonreí y balbuceé lo primero que pasó por mi mente.

—Por lo menos no tendrás miedo a que se caiga el avión.

—Ja, ja, ja —rio. Al menos parecía simpático.

—Mona Sinclair —dije, ofreciéndole mi mano derecha.

—Encantado, Mona, soy Edward —respondió, esperando algo.

—Periodista —aclaré.

—La tormenta se está moviendo hacia el este. En breve podremos volar. ¿Es tu primera vez? —preguntó. Sabía que tenía que arreglar algo. Llevaba el pelo como si no se hubiera peinado en dos meses, pero sin un solo pelo caído sobre la camisa blanca. Dientes perfectos. Sin anillo de casado.

—Sí. Estoy un poco nerviosa —dije para seguir con la conversación.

—Yo llevo ya dos años viviendo ahí, lo dejé durante un tiempo y ahora vuelvo por otros dos.

—Vaya. Eres la primera persona que conozco que ha vivido allí. Supongo que todo el mundo te pregunta lo mismo —le miré con curiosidad, animándole a seguir.

—Sí, todo el mundo se cree que es como ir a la luna, pero no lo es. Es solo otra ciudad, una que funciona bien… muy bien.

—Pero es una isla, bastante grande, ¿no tiene…? — me cortó impaciente.

—Sí, bueno, aun así, casi todo lo importante se hace en la ciudad. El resto es como una isla de vacaciones, como Seychelles, Ibiza, Maldivas…

La megafonía interrumpió nuestra conversación y se calló para escuchar bien lo que decía.

—Pasajeros con vuelo KL2901, por favor, embarquen la puerta número K25

Nos miramos y sonreímos. Cuando quisimos darnos cuenta, una fila se estaba formando delante del mostrador. Cogí mi bolso, el equipaje de mano y me puse a la cola. Edward había ido a colocarse el primero en la cola de pasajeros de primera clase y me lanzó una tímida sonrisa desde ahí. Esperé un buen rato y pude hacerme una idea clara del tipo de personas que viajaban al reino. Era diferente que cualquier otro destino que hubiera visitado antes. La mezcla de personas de diferentes orígenes era llamativa, pero no era extraño ver gente dispar en un vuelo internacional. Tenían algo diferente. Muchos se parecían a mí misma, visitantes primerizos, pero otros, como Edward, ya conocían el Reino. Quizás esa tensión positiva, esas ganas de pisar el suelo del reino por primera vez, era lo que nos unía.

Cuando posé mi tarjeta de embarque en el lector, durante unos segundos me planteé si quería hacer aquello. Dudé, pero antes de que el color verde me dejara pasar, ya había respondido aquella pregunta. No solo necesitaba hacerlo, sino que quería hacerlo. Sería el reto más grande a que me había enfrentado y puede que el más fácil y menos peligroso.

16A era mi asiento. Odiaba ir en la ventanilla, odiaba que mis rodillas quedaran cerca del asiento delantero y odiaba los aviones. Era un avión pequeño, solo tenía dos asientos en cada lado. A mi lado estaba sentada una chica rubia. Guapísima. Tenía unos increíbles ojos claros, entre el gris y el verde. Me saludó en inglés, con un fuerte acento ruso. Devolví el saludo y subí mi equipaje de mano en el hueco. Me desplomé en el asiento a su lado y me hice a la idea de que tendría que soportar aquel perfume empalagoso durante las casi cuatro horas que duraba el viaje al Reino. La pobre chica tenía las rodillas tan apretadas contra el asiento de adelante como yo.

—No sé si esto es un avión o una jaula para canarios —dije con mi cara más cómica.

—Es diminuto —contestó ella con un acento ruso muy marcado. Desvió la mirada y se centró en curiosear los panfletos que había en la parte de atrás del avión. Realmente era guapa, como un ángel caído del cielo y fuera de lugar.

No era la típica revista o el habitual catálogo de comidas. Era una introducción al Reino. Normas, guías de civismo y comportamiento. Todos los que volábamos en el avión habíamos tenido que pasar varias entrevistas personales y numerosas pruebas, así que deberíamos conocer toda aquella información, pero estaban en su derecho de intentar lavarnos el cerebro durante cuatro horas más. Al fin y al cabo, era su reino y querían protegerlo.

El reino no aceptaba a cualquiera. Mis títulos y mi breve carrera como periodista me abrían las puertas a un trabajo en el país más cerrado del mundo. El templo de la economía neoliberal. El país más rico del mundo, y el único país del mundo sin crimen. Mi dominio del árabe era crucial, junto con el hecho de ser hija de un español y una norteamericana. Precisamente los idiomas más necesitados en El Reino. Esta vez mi nombre, mi currículum real era el que me abría las puertas. Mi pseudónimo de guerra, Eva Waterhouse, con el que había publicado ya cinco superventas, mezclando periodismo de investigación con algo de ficción, era lo que tenía que esconder a toda cosa.

Además, no era una isla muy grande, del tamaño de Menorca. El terreno de tierra privado más grande del planeta, en manos de la empresa más poderosa del mundo.


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