Este relato está incluido en mi colección de cuentos «Histerias ficticias», en su versión corregida, ampliada y revisada, aquí esta la versión original que escribí en el blog hace un tiempo.
Veintidós relatos que te retorcerán por dentro Fantástico, ciencia ficción, ficción contemporánea y horror. Disponible en papel y eBook |
No era la primera vez que me ocurría. Ni siquiera la peor, pero sentía que cada vez me era más difícil justificar mi lucha interior. Siempre era casual. Un cruce de miradas. Una respiración en dirección equivocada. Cuando ocurría, siempre sentía lo mismo: que el tiempo se paraba, y que algo en el orden de las cosas estaba equivocado, se deslizaba, derrapando sobre el asfalto de mi vida ordenada y perfecta. Y ocurría: el accidente. Dos ojos llenos de curvas en un túnel. Ella nunca era igual, sería fácil si lo fuera. Pero no, a veces, era la chica que me encontraba en una reunión, otras una compañera ocasional de viaje de negocios, que me seguía la conversación sin más malicia. Con alcohol era más fácil, por que ni siquiera recordaba el comienzo, sólo que me embriagaba del tacto sedoso de sus voces. Incluso una vez, ocurrió por casualidad, convertido en víctima accesoria de un mal mayor, como un accidente múltiple. Jóvenes, no tan jóvenes. Inocentes o no. No había un patrón. Cuando empezaba a tirar de ese hilo, sabía que como terminaría, pero seguía tirando sin poder parar. Quizás fuera eso lo que más me gustaba. Cuando no sabía si la otra parte estaba jugando a lo mismo. Cuando no sabía si sólo eran imaginaciones mías o de verdad la realidad enmudecida y gris se había convertido en un local atestado de humo y blues, y en él solo había una mujer con una sonrisa enigmática y nerviosa acompañando el Death Letter Blues de Son House. No sabría decir si lo más difícil era el primer sí, o el primer no. Todos llevaban a lo mismo, a seguir haciéndome la misma pregunta. ¿Sí o no? En ese punto, comenzaba la cuesta abajo. Frenar era inútil ya. Cuanto más tiempo evitara el impacto, más fuerte sería al final. Cuando ya veía la pendiente, venía a mí ese vahído de vértigo. Dulce y ácido. Imaginaba sus pupilas dilatándose de pronto, y un solo de guitarra tocado tan solo con la sexta cuerda. Tensión sobre negro. Humo y unos labios húmedos.
De momento, Elena estaba tan sólo en mi smartphone. Un número y una pequeña foto. A pesar de que estaba apagado, notaba como me susurraba en la oscuridad. No podía dormir. Apartaba con argumentos torpes las excusas que revoloteaban en mi cabeza hueca. Excusas que ya había usado, estériles, incapaces de terminar nada, porque volvía a sumergirme en todo ese torrente pretérito de sensaciones: el suave tacto de unos pechos tras una blusa, rozando mi antebrazo. La punta de su nariz sobre mi lóbulo, susurrando, sus pestañas aleteando. Su voz. Su urgencia y la mía, sobre fondo gris y nuestras miradas ardiendo en llamas. Y sin embargo, el zumbido de la razón, no cesaba, intentando apagar ese incendio. Activé el móvil y miré de nuevo su número. Reimaginé su fotografía. Su imagen volvió a mí, en movimiento, silenciosa, como un fantasma. El sudor corriendo sobre su piel y sus pequeños dientes blancos mordiendo mis labios. Mis sentidos, juntos, vencían poco a poco mis resistencias. Como siempre, mi otro yo, me atormentaba en mi cabeza. Hablándome silencioso a través de mis propios pensamientos, con un susurro inaudible e insidioso.
—¿Por qué no?—, me preguntó. Intenso y poderoso.
—Ya sabes por qué no. Lo de siempre. ¿Luego qué?—, respondí en voz baja, evitando que me oyera mi mujer, que estaba dormida al otro lado de la cama.
—Luego, otra vez—, dijo sinuoso.
—No quiero destruir todo lo que he construido—, repliqué, derrotado.
—No tiene por qué—, me respondió, con tono seductor. Mucho más de lo que yo sería jamás. No tuve fuerzas para replicar. Recordaba la primera vez. Las excusas. Las mentiras. Las negaciones. Las terribles y complicadas mentiras. La necesidad de recordar aquel andamio de serpientes y cuerdas. De hacer aquella historia coherente hasta el final, no poder bajar nunca la guardia y tener que recordar todos los detalles inexistentes. Las sonrisas huecas, las largas conversaciones con mí mismo. La necesidad de sacar aquello de dentro y la absoluta certeza de que nadie podría soportar aquel hedor que ocultaba. Sin embargo, todos aquellos momentos, habían merecido la pena. Y era lo que me repelía, saber que lo volvería hacer otra vez, por sentir de nuevo. Por eso, tomé el Smartphone y temblando mientras imaginaba sus gemidos y el tacto de sus pechos sobre mis manos. Empecé aquel baile.
Tras dos semanas, el rastro de sus uñas en mi espalda aún me hacía estremecer. Todavía perduraba el regusto de su sudor, ácido y ahumado. Había merecido la pena. Cada instante. Recordaría siempre aquella mata de cabello rojo, crispada entre mis dedos. Su pequeña boca húmeda entre mis piernas. Arrodillada frente a mí, su cuerpo era una playa bañada por algas rojas. Sal, arena y mar. Como su sabor. Como sus gemidos contra las rocas, estrellándose contra lo inevitable. Y la resaca, arrancando toda la vida de las orillas, ahogándola en el fondo del mar.
Estaba en el trabajo, en mi despacho, donde intentaba no pensar en nada. El trabajo era un límite que respetaba por encima de todo. Cuando sonó el teléfono lo cogí de manera automática, sin pensar. Ví su nombre en la pantalla y mi mano no respondió, ajena a mí. Era ella. Su número. Imposible. Estaba muerta. Aunque ya había sucedido antes. Sabía lo que tenía que hacer. Respiré profundamente un par de veces y contesté sin nerviosismo.
—¿Sí, dígame?
—¿Esperabas a otra persona?—, respondió ella al otro lado. Un sudor frío patinó espalda abajo. Era su voz.
—¿Elena?—, respondí mecánicamente, sin guión.
—¿Te sorprendes de oír mi voz? ¿Pensabas que no me acordaría de ti?—, su voz tenía el mismo tono alegre que recordaba.
—Yo… —, apenas podía respirar.
—Lo entiendo, se supone que debía estar muerta. ¿No?
—Qué… ¿qué broma es esta?
—Te llamo para avisarte. Esta vez has ido demasiado lejos.
—No sé de que me hablas, creo que te estás equivocando—, me giré hacia la pared y empecé a recobrar el control de la situación.
—¿Te acuerdas que tuviste la sensación de haberme visto antes?. No me lo dijiste, pero lo pensaste. Mi nariz, mi acento canario.
—Te lo repito Elena, no sé de que me hablas.
—Yo tampoco lo sabía. Pero tu tenías que haberlo sospechado. ¿No miraste mi cartera cuando te deshiciste de ella? ¿No te fijaste en la foto que tenía guardada?. Esa niña, con su madre. La niña era yo, con mi madre, la hermana de tu mujer. Soy tu sobrina Elena. Bueno, era.
—¡¿Qué?!-, grité nervioso.
—Ya da igual. Estoy muerta.
La pantalla del teléfono, en negro, no daba señales de vida. Ya no estaba en mi despacho, estaba en el cuarto de baño, sentado sobre el retrete. Con la camisa empapada de sudor. Obsesionado en recordar qué había pasado en mi vida esas últimas dos semanas, ignorando que había ocurrido desde que cogí el teléfono hasta que fui consciente de estar encerrado en el baño. Desesperado por entender por qué aquel rostro tenía algo familiar, sin nombre. Elena. Me vino de pronto todo de golpe. La foto de la cartera. Las fotos de mi familia en su casa. Las bragas ensangrentadas enroscadas en su tobillo izquierdo. El tatuaje de una espiga. El recuerdo lejano de una niña de apenas tres años en el columpio, riendo cuando la empujaba. El olor infantil de su pelo limpio. Todo eso que había escondido en algún lugar ajeno de mi cabeza.
—No te vengas abajo-, me dijo una voz en mi cabeza.
—He llegado al final— me respondí en susurros— ya no hay más.
—Ha sido un error, pero no volverá a suceder—, respondió retador. Poderoso.
—¡No!—, grité.
….
—¿Pasa algo?— preguntó alguien al otro lado de la puerta.
—No. No. Estoy hablando por el móvil-, dije peleándome con las palabras.
Me mordí la lengua y esperé en el baño. Seguía sin recordar como había llegado. Ahora reconocía de que durante años, había olvidado muchas cosas, ignorado muchas lagunas. Podría recordarlas si quisiera, pero sabía que sería peor. Yo mismo las había escondido tras los muebles de mi vida gris. Salí del baño y me escabullí hasta la escalera donde todos en el edificio fumábamos a escondidas, usando una gran ventana que daba al patio y desde donde se veía el cielo. Necesitaba respirar. Pensar. Fumé un cigarrillo tras otro, temblándome en los labios. Sin querer recordar o sentir. Buscando silencio y soledad. Una señal, algo.
—¿Hola?, ¿estás bien?—, me dijo una suave voz delante mía.
No la conocía. Sin embargo, aquel tono de voz me hizo volver la vista. Mirarla. Por unos instantes, sentí que todo volvía a la normalidad. Que nada había pasado. Era muy joven. Me sostuvo la mirada, curiosa. Dulce. Frágil. Vulnerable. Fueron los segundos más largos de mi vida. Luego, salté por la ventana mientras unas notas de blues sonaban de fondo.
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