Dentro del reloj de arena

La primera vez que sentí aquello tendría catorce años. Pensé que sería temporal, que después de lograr lo que me proponía estaría en paz. Pero no, no fue así. Ahora tengo más de cuarenta años y esa sensación no ha parado de crecer cada vez más y sé que no parará hasta que muera.

Algunos de nosotros vivimos una lucha constante para mantenernos al este lado de la línea, una barrera difícil de ver y muy fácil de traspasar si no se es consciente. La línea imaginaria que separa el deseo de la desesperanza. El vicio de la virtud, o el sueño de la obsesión. Todos hemos nacido del vientre de una mujer y el ser humano ha luchado contra esto desde que es hombre. Unos luchan por no caer en ello, otros por sobrevivir y algunos, por perpetuarse en su error y no tener que mirar atrás, traspasada la línea sin esperanza de volver.

Cuando me tocó la frente con su calor malsano fue por culpa de un ordenador, más potente y con más memoria que el que me acababa de comprar, tras juntar años de ahorros. Allí, delante mía, veía el anuncio a todo color de un ordenador mejor por el mismo precio que acababa de pagar yo hacía escasas semanas.

La sensación se ha repetido a lo largo de mi vida en incontables ocasiones. Para algunas personas el problema está en la indecisión de encontrar el grano de arena perfecto en una playa, para otras, la necesidad de experimentar todos los granos de arena. Para mí, ser capaz de vivir con mis decisiones, porque todas son erradas de una u otra forma. Cada uno lucha como puede contra ello, pero no hay solución. Hay muchas playas, desiertos y un planeta entero lleno de arena. Es imposible ser feliz cuando te obsesionas con un grano de arena, no se puede vivir al lado de una frontera y no escuchar por las noches los animales nocturnos del otro lado imaginando como será ser otro.

Hoy paseando por la playa he vuelto a pensar en ello. He visto jóvenes adolescentes que viven una vida que yo no viví. He imaginado como sería ser ellos durante unos instantes y he vuelto a sentir ese mismo vértigo. He visto parejas mayores y no tan mayores que preferían mirar al infinito, mas allá de la arena, más allá del mar, esquivando la línea.

Aquí podría poner una frase ingeniosa y profunda de algún gran escritor con fama de haber vivido y sufrido, tipo Hemingway o Miller, pero alteraría la pequeñez de lo que quiero transmitir. Sufrir por la propia acción de uno mismo es tan inherente al ser humano como respirar. Si no lo hiciéramos seríamos demasiado básicos, incapaces de vivir en sociedad y lograr metas complejas, nos autodestruiríamos, aunque solo fuera por negar esa fina línea entre lo que somos y lo que nos gustaría ser, entre lo que tenemos y nos gustaría tener, entre lo que somos y lo que tenemos. Entre lo que deseamos y lo que nos da miedo desear.

Dicen que un buen escritor es el que dice más sin mencionarlo, el que crea sin palabras, el que utiliza las palabras para susurrar lo importante entre líneas. Como la vida, que esquiva constantemente eso que está dentro de nosotros y nadie menciona. Ese límite, esa barrera que nos hace ser como somos. Podría usar esa palabra como título de este breve texto, pero creo que el que he escogido es aún mejor.

Cuando piso la arena, mis pies ya no son los mismos que hace treinta años. Hay algo de muerte en ellos, como en mis deseos. Cuando ya no esté para pensar en mí mismo, la arena seguirá ahí. Quizás deberíamos ser más humildes y aprender de esos granitos de arena, que siguen en el mismo sitio desde hace siglos, yendo y viniendo con las olas, aplastados por los pies de niños, adolescentes y ancianos por igual. Bañados por la sal y refrotados por el tiempo entre la piel de seres humanos de piel suave y tostada por el sol.

Pero sé que el día que no tenga una línea que traspasar no merecerá la pena vivir. La arena de la playa está muerta. Sólo existe, no anhela. Sin el deseo, muere la literatura y el ser humano con todas sus contradicciones y su sufrimiento constante.

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