El plasma ionizado no huele. Queda detrás, grabando el asfalto con las huellas de mis cuchillas. Los trescientos caballos rabiosos que tengo entre las piernas vibran, chillan y su sonido, como el de un trueno a cámara lenta, rebota entre las torres infinitas de la Castellana. Me cuelo entre el tráfico como un chorro de acero líquido mientras el cielo plomizo de Madrid está a punto de dejar paso a la noche. Mis sentidos se adaptan gradualmente al tráfico y sobre mis retinas se superponen docenas de señales de color verde fluorescente, mostrando las fluctuaciones del tráfico en tiempo real. Una IA pirata encerrada en un chip dentro de lo más recóndito de mi cerebro baila íntimamente con mis instintos y me ayuda a regatear a los coches adormilados. No quiero saltar sobre los capós, aplastar los techos o arañar los parabrisas irrompibles con mis cuchillas, pero lo haré si no tengo más remedio. Soy Cruz y tengo una reputación. Puedo atravesar la caravana permanente desde la Cabrera a Aranjuez en menos de veinte minutos. Si tengo que aplastar, aplasto. Nadie me va a parar. Lo que sea que late en mi mochila no es mío y dejará de funcionar en doce minutos. Debo llegar antes.
Mis clientes me esperan en una zona no controlada en la periferia de Madrid, en El Álamo. Gracias a mi IA, sé cómo llegar esquivando los controles de cada sector, aunque sea la primera vez que piso esa zona. Resulta tan familiar para mí como el riff de guitarra eléctrica repetitivo que suena de fondo e impide que escuche los gritos y las sirenas a mis espaldas. Si tuviera tímpanos, ya estarían destrozados hace tiempo. La música golpea mi cerebro y rebota en mi cráneo sin parar. El trank me ayuda a centrarme. Podría atravesar un rayo por la mitad, exactamente por la mitad, ahora mismo.
Derrapo en un arco perfecto a mi llegada al punto de reunión. Ahora sí, por fin, el olor del asfalto cristalizado llega a mis sensores nasales. Pongo la pata de cabra y el casco se pliega solo en mi espalda mientras me dirijo hacia el tipo que me espera en la puerta. Todavía me cuesta caminar a pesar de mis nuevos implantes con forma de bota. Me siguen molestando las vibraciones en los muñones de las tibias. Sé el efecto que causo cuando me ven llegar así y por eso sonrío.
—¿Eres Cruz?
Afirmo con la cabeza.
—Esto es para vosotros. —Saco el paquete de la mochila con mucho cuidado y se lo entrego.
—A mí no. Pasa dentro —dice, indicando la entrada a un edificio abandonado.
Miro atrás y compruebo que la moto desaparece bajo la holored de camuflaje y que la nube de nanodrones que se dispersa a su alrededor disipa el calor y los restos de combustible a medio quemar. No hay forma de detectarla. Sobre mis retinas se superponen, uno tras otro, todos los controles en color verde. Cuando esté de vuelta, mandaré las señales al satélite para anotarme el récord y hacer rabiar a mis competidores.
El tipo me acompaña en el ascensor. Es un cryo-punk con traje caro y zapatos incómodos. Por el bulto en la chaqueta, va bien forrado. Sus gafas de sol no me engañan, seguro que lleva ojos de gato calvo. Parece que alguien con mucha pasta tiene porteros de gama alta. Bajamos y enseguida salimos a un antiguo parking que más bien parece una ciudad subterránea de lo grande que es. La vegetación bioluminiscente ilumina nuestro camino hasta llegar a una zona protegida con biombos de tela.
—¿Es el bladerider? —pregunta una mujer, acostumbrada a dar órdenes y de edad imposible de determinar.
—Sí —dice el tipo.
La mujer se da la vuelta y la seguimos dentro de una tienda de lona. Sentada de espaldas a nosotros, con el cráneo abierto, hay una ginoide de carne, vestida con camiseta y chándal, muy joven; debe de ser un modelo caro, se han molestado en hacerle crecer uñas y pelo de verdad.
Un tipo con gafas y bata que hurga en el oído de la chica androide me dice algo ininteligible. Lo repite sin mirarme a la cara y esta vez lo entiendo:
—Dame la carga biológica.
Se refiere al paquete. Lo saco de la mochila. Una caja negra de bordes redondeados con precinto biológico.
El tipo lo abre sin más preámbulos. Es un cerebro humano que introduce con cuidado en la cavidad del cráneo del sintético. No tengo ni idea de qué está haciendo, pero sé que él ve cosas con sus ojos que yo no veo con los míos. El cráneo abraza al cerebro con una precisión que podría confundirse con amor y se cierra sobre él. La cabeza del androide ahora reposa hacia atrás y puedo ver el rostro del robot.
Joder. Me da muy mala espina toda esta mierda. La cara me resulta familiar y no sé por qué. No es porque sea un modelo comercial; todo lo contrario, tiene un rostro demasiado único para ser comercial. Empieza a sufrir espasmos y pone los ojos en blanco, sacudiéndose en la silla.
La mujer de antes me mira y se sonríe. Hija de puta.
—Te acaban de transferir diez participaciones de Korpa-Sony.
Un blip en mi cerebro hace que alabee con sutileza la cabeza a la izquierda. Paso decenas de líneas de datos en mis retinas hasta que veo la posición.
—Ack —respondo.
Estoy a punto de girarme, pero la corpo me sigue mirando con esa puta sonrisa.
—¿Quieres ganar otras diez?
No me gusta, pero ¿quién cojones va a decir que no a participaciones puras de Korpa-Sony?
—¿A quién hay que matar? —pregunto de coña.
Por unos instantes, la curiosidad se asoma a la mirada de la mujer, pero la abandona rápidamente.
Miro a la chica sintética. No me da buena espina. Su cara me sigue sonando de algo. Cambio de opinión, sin estar seguro de qué es lo que no quiero hacer. Siento otro escalofrío de mal rollo.
—Paso. Solo soy un ríder.
—Bueno, espera aquí. Te pagaremos para que te lleves el cerebro de vuelta. No tardaremos mucho —me dice, con una mirada de decepción.
Se levanta y desaparece fuera de la tienda, sin esperar a que le confirme que acepto el trato, así que me siento al lado del robot que sigue convulsionando. Espero paciente a que termine el circo. Pasan minutos en los que la observo mejor. Está tranquila ahora, abre los ojos y me mira.
—¿Quién eres?, ¿dónde estoy? —pregunta con una voz dulce, pero algo me dice que alguien ha robado esa mirada y que su voz es tan extraña para ella como lo es para mí.
Trago saliva mientras un escalofrío me llega hasta los gemelos. Acabo de conectar los puntos: ya sé de qué me suena, aunque no tenga sentido. Se levanta de la silla, todavía con torpeza. Supongo que el cerebro se está acostumbrando a otro cuerpo. Dicen que tarda. Se tambalea y sale apartando la tela del umbral. Durante unos segundos se escucha un silencio tenso fuera de la tienda. La luz más intensa en el exterior me permite ver las sombras recortadas de al menos cuatro personas además de la chica sintética.
—¿Quiénes sois?, ¿dónde estoy?, ¿qué queréis de mí? —pregunta la chica. El miedo se filtra en las últimas palabras, como una humedad siniestra por lo que está a punto de llegar.
Se escucha una breve pelea y la tumban en el suelo. No me interesa ver lo que está pasando ahí fuera, pero las sombras resultan aún peores que mi imaginación. La chica grita fuerte. Primero es miedo, luego es dolor. Luego es algo diferente. Pesadillas.
Me remuevo en la silla. No es asunto mío. Tomo un poco de trank rosa y pronto el tiempo empieza a fluir más deprisa. Mi cerebro sintoniza una canción apropiada para el momento y los chillidos cada vez más atroces quedan amortiguados en la trastienda de mi conciencia. Las sombras ahora parecen animales grotescos, con cuernos y melenas que se devoran tras una sábana. Los compases se suceden y mis ojos se quedan secos por la falta de parpadeo. Se me ha olvidado hacerlo, solo me queda disfrutar la sensación de no estar en ninguna parte. A pesar de todo, me levanto. No siento las piernas, ni las puntas de los dedos de la mano cuando abro la puerta de tela y veo a la chica tumbada en el suelo con la ropa rasgada. Ahora está tumbada boca abajo mientras una figura borrosa la destroza a empujones por detrás. Apenas me sostengo por el colocón que llevo. Lo que veo sobre su rostro podría ser sangre o humo rojo que fluye líquido.
Logro parpadear y el dolor me abrasa. No es bueno para la óptica. Pienso en la arena que puede entrar y arañar el cristal bajo mis párpados. Por unos segundos, mis retinas conectan con la chica y pienso qué sentido tiene que le hagan revivir de nuevo la tortura. La recuerdo de las noticias, tenía un nombre raro. Aletha Kain. La hija predilecta de alguien importante de Neobarna. Torturada, violada y descuartizada por una banda de mugrosos en su huida al cielo. Los cazaron a todos. Apoyo mi espalda en una columna y me deslizo hasta el suelo. Dejo mis párpados cerrados y apago mis oídos, pero a pesar del trank puedo sentir las vibraciones de los cuerpos machacándose entre sí, los golpes y el hueso sintético hacerse astillas entre la carne. Intento que mi pie no pierda el ritmo de la canción y entonces recuerdo que no tengo pies y la cascada de música cae por mi interior, como un manantial de lágrimas amargas.
Alguien me toca en el hombro. Han pasado horas, según mi reloj interno. Abro los ojos y veo a la mujer de rostro serio.
—Tienes que llevarte el cerebro de vuelta a donde lo recogiste. ¿Podrás o nos buscamos otro bladerider?
Miro a mi alrededor, todavía algo espeso. No queda rastro alguno de la chica, pero siguiendo el rastro de sangre veo algunos miembros ensangrentados que sobresalen de un barril y una cabeza sintética reventada, sin cerebro, en el suelo. Un tipo con la ropa totalmente ensangrentada la coge de los pelos y la tira al barril. El rostro roto de Aletha me mira ausente durante unos segundos. El tipo rocía el contenido del barril con algo que huele a combustible y le prende fuego. Recuerdo que el líder de la banda desapareció de la prisión y el resto apareció desmembrado y torturado. Se oyen rumores de vez en cuando sobre la existencia de cerebros grabados, pero pensé que eran exageraciones para meter miedo a los mugrosos. Ahora llevo uno en mi espalda. Tengo pocos minutos para llevarlo de vuelta a su destino eterno.
Mientras cruzo de nuevo la Castellana sobre mis cuchillas a la altura de Plaza Castilla, me pregunto si la familia de la chica tendrá paz ahora que ha tenido su venganza. El tipo que lo hizo podrá revivir una y otra vez horas de tortura en un ataúd virtual sus propios recuerdos reales. Un cerebro grabado. Un cerebro enviado directamente al infierno, enterrado a cientos de metros bajo tierra en una cápsula indestructible, que tendrá trescientos años para sufrir antes de que las baterías que lo sostienen con sangre de diablo radiactivo se terminen. El tipo que lo hizo tendrá tiempo para arrepentirse, o para cualquier otra cosa.
Acelero para dejar atrás el olor a carne sintética quemada que todavía se ha quedado en mis sensores nasales e intento partir en dos ese rayo con mis cuchillas. No sé si grito yo o lo hace mi montura, pero el grito se oirá a kilómetros de distancia, y para cuando lo oigan, yo ya estaré lejos.
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