Mi bisabuela Katalina, la jefa del clan.

Sí, con K, creo que a ella le gustaría.  Quizás su personalidad era demasiado punk para haber nacido en el siglo XIX, así que he escrito este texto en su honor. En mi familia paterna, los hombres han sido siempre unos calzonazos de tomo y lomo y me alegro de tener al menos un antepasado con pelotas, aunque estuvieran en su vientre, y no colgando por fuera. No os equivoquéis, no es que me haya vuelto feminista, pero cuando llevas algo así en la sangre, da igual que quien sea, lo abrazas con fuerza y das gracias.

Katia (que es más corto que Katalina), nació en un pueblo de mierda en mitad de La Rioja, un pueblo célebre por sus chorizos, no diré más. Era la mayor de once, así que el destino le había deparado la agradable tarea de limpiar el culo de sus hermanos y hermanas, hasta que fueran lo suficientemente mayores para encargarse del negocio familiar: la fábrica de chorizos. Ella se echó novio, tal como se esperaba que hiciera, pero a finales del siglo XIX y en mitad de ninguna parte, se dio cuenta de que no parecía tener un gran futuro por delante, así que se dijo: ¿Por qué no emigrar a América?

Yo hablo mucho de viajar a las estrellas en mis libros, pero mi bisabuela tuvo los cojones de hacerlo, o lo más parecido que podía hacer en sus tiempos: un largo y peligroso viaje que en aquella época costaba una fortuna. Su novio no tuvo el valor de acompañarla, así que Katia le dejó y se embarcó sola en un vapor a Argentina. Su padre, también se quedó plantado en su casa con los niños cagones y un corte de mangas. Aquello terminó en cisma familiar y la desheredó.  Y así, mi bisabuela, quemando las naves, y dejando todo lo que tenía, se lanzó a una aventura incierta. Sola y sin nada en los bolsillos.

La estación Arias, en la Pampa Argentina, distaba mucho de ser un paraíso. Debió ser la versión hispana del oeste yanqui, donde una mujer no valía demasiado y menos si estaba sola. Sobrevivió, y algo más que eso. Su hermana pequeña, que también hizo las Américas, la visitó una sola vez y de aquel encuentro solo trascendió una frase para las generaciones posteriores: que tenía una moralidad muy relajada. Debió haber más que sonrisas y abrazos, pues las hermanas jamás se volvieron a ver. Mi bisabuela se ganó la vida y salió adelante durante años en la Pampa. Tras unos años de moral disoluta, fuera lo que fuera aquello, Katia se desplazó a Buenos Aires, donde conoció al que sería mi bisabuelo. Se casaron y prosperaron, hasta convertirse en dueños de varias farmacias y un negocio de taxis. Katia tuvo a mi abuela Julia y a otro pequeño vástago. Viéndose por fin con dinero y estabilidad, decidieron viajar a España. Intuyo que para sacarle otro dedo a su padre, mi tatarabuelo, el empresario de los chorizos que la desheredó.

Cuando llegaron a Barcelona, Katia la describió como un lugar infecto y atrasado. Echaba de menos su Argentina civilizada y moderna. Cuando volvieron a su pueblo natal, su familia, muerta de envidia, les hizo el vacío, así que compraron una casa en un pueblo cercano y se establecieron temporalmente mientras Katia daba a luz a su tercer vástago: otra niña. Algo debió pasar en Argentina, porque su marido tuvo que salir por piernas para intentar arreglar ciertos entuertos empresariales. Mi abuela se quedó sola, con tres niños, en un pueblo donde no había agua corriente, ni luz eléctrica. Encerrada dentro de un valle de La Rioja profunda, quedó a la espera de noticias de su marido, camino de Argentina. Construyó el primer horno del pueblo, que alquilaba a los vecinos. Se hizo apicultora y arrendó los terrenos aledaños a la casa para que un hortelano plantara patatas, a cambio de un quinto de la cosecha. Ahora sé a quién debo agradecerle mi espíritu emprendedor.

La pobre Katia, antes de que su marido partiera, le dio tiempo a embarazar de nuevo a mi bisabuela. Además de sus hijos, el único recuerdo de su marido que tenía era una cajita de madera labrada con dos fotos: la de él y la de la exnovia de mi bisabuelo, ya que la caja la fabricó él antes de conocerla a ella. Ella no quería destrozar la caja solo para quitar la foto de aquella mujer que ya no era nadie. En esa cajita fue donde guardaron el poco dinero que les quedaba y que, año tras año, menguaba. Todas sus esperanzas estaban al otro lado del Atlántico.

Mi cuarto tío-abuelo estaba a punto de nacer cuando recibió la carta con la fatal noticia: su marido había muerto en el viaje y su socio se había largado con el dinero, perdiéndolo todo.

Viuda, emprendedora, de fuertes convicciones religiosas y, en palabras de la gente del pueblo, una mujer de armas tomar, crio a sus hijos entre cerdos y flores, bordeando la pobreza extrema. Aquel pueblo de La Rioja donde se habían mudado temporalmente, no era un pueblo de gente rica, y los terrenos, escarpados y fríos, no daban buenas cosechas. Mi abuela creó su infancia entre aquellas paredes húmedas de piedra, y allí conoció a mi abuelo. Mis abuelos se casaron apenas unos años antes de la guerra civil.

Cuando unos anarquistas de la CNT amenazaron a Katia con abusar de su hija menor si no denunciaba al párroco. Katia sacó una pistola automática, que guardaba de su época en la Pampa, y encañonando a la cabeza del líder del grupo, les dijo sin que le temblara el pulso: “No tenéis huevos de acercaros a mi hija, hijos de puta”. Les debió asustar la forma en que amartillaba la pistola, se notaba que ya lo había hecho antes. Quién sabe si disparó alguna vez con ella. La leyenda de la pistola todavía circula. Todos sabemos que el primo que se la llevó en secreto del desván de la casa, todavía la conserva, una Browning 1900 del calibre 32.

Los de la CNT esquivaron a mi bisabuela. Pero no terminaron aquí las aventuras de Katia. Tuvo tiempo de esconder al cura del pueblo, e incluso de organizar misas secretas en el salón de su propia casa, cuando las checas buscaban alguien a quien quemar que tuviera aspecto religioso. Tampoco tuvo reparos en esconder al comunista del pueblo cuando la falange quiso fusilar a alguien que oliera a azufre. Lo tuvo escondido en el palomar durante seis meses, en el mismo palomar donde yo de niño buscaba fantasmas y de mayor los exorcizaba.

Mi padre nació un año después del final de la guerra civil, en la misma cama donde nació su madre, en la misma casa vieja de piedra del siglo XVIII. Y así, mi abuela Katia, me dio una bonita historia que contar. También me dejó el amor por las armas, la moral disoluta y las frases contundentes.

Por ti, Katalina. La mejor de la familia. En tres generaciones.

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Comments

  • Luis, tu tío.

    7 años agoReply

    He leído la biografía de tu bisabuela Katalina. Interesante; para mí más que las marcianadas. Tuvo a Julia y otro hijo/a de su marido, el que volvió a Argentina. Parece que después hubo algún otro. Con algún vecino del pueblo?

  • Anónimo

    7 años agoReply

    Me encantó!!!!!

  • 7 años agoReply

    «Tampoco tuvo reparos en esconder al comunista del pueblo cuando la falange quiso fusilar a alguien que oliera a azufre.» Toda desafiante, sin miedo a nada, asì era ella, ¡forjadora de futuro!

  • Cherokke

    7 años agoReply

    Magnífico artículo, ¿Quien no querría una abuela así? No me jodas, la heroína de la familia. Su historia da para una película y un par de libros.

    Un saludo

  • Luis Fausto

    7 años agoReply

    Leído con verdadero placer. Verdadero o falso está escrito con garra. Muy bueno.

    • 7 años agoReply

      Es curioso, a veces las cosas mas ligeras y menos pensadas salen mejor que las que tienen mas chicha e intencion :)

      Gracias!

  • 7 años agoReply

    Me parece una historia muy interesante. De novela.
    Y hay que reconocer que era muy guapa. Siempre en las fotos antiguas sale la gente algo apaletada, pero en esta no.

    • 7 años agoReply

      ¡Gracias! lástima que no me vayan las historias sin marcianadas, porque como dices, hay una historia ya que realmente sé muy pocas cosas, todos los huecos se prestan a la imaginación.

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