Almas viejas

Se encontraban cada martes a la misma hora en el mismo lugar. Un hotel sin ventanas y con una escalera directa al garaje. Un hotel sin sitio para las maletas. Un hotel sin día y sin noche. Ella traía su pelo rizado, y él, una complicidad plegada en el bolsillo. El tiempo era su enemigo implacable y también su único aliado. Tras cada encuentro, una despedida. El fin de una historia y el comienzo de otra. Paréntesis y márgenes. Hasta el próximo martes, ciento sesenta y una horas. Empieza la cuenta, siete días de veintitrés horas.

Los miércoles, ella no podía quedar con nadie. Tenía que ensayar, y nadie, absolutamente nadie, podía molestarla. Se iba al mismo hotel y a la misma habitación donde había estado la noche anterior. Aunque no estuviera insonorizada, a nadie le molestaría el sonido de un violín. La gente no iba allí a dormir, sino a desguazarse mutuamente, de una u otra forma. A cada compás, a cada movimiento del arco del violín, algo en ella iba debilitándose al ritmo de sus recuerdos, junto al vaivén de sus cuerpos entre las nubes, sin llegar al cielo, sin llegar a la tierra. Ingrávidos entre las nubes. Su violín negro y cuadrado parecía un ataúd en miniatura, y el sonido que había dentro de él, el de un alma hecha jirones que sufría atrapada en sangre y soledad.

Los jueves, él tenía que comprobar que el mundo siguiera funcionando. Aunque él sabía que el mundo funcionaría igual sin su ayuda. Una simple excusa para que la imagen congelada del orden de las cosas siguiera manteniendo su color. Tic tac. A veces colocaba un poco el cuadro unos grados a la derecha; a veces, a la izquierda. Su función ya había sido establecida por generaciones de hombres como él. Todo había sido escrito ya, excepto una cosa. La casualidad. El error. Lo prohibido de un encuentro que no se debía haber producido.

Los viernes, el mundo se recogía siguiendo los dobleces del guión. El papel se plegaba en perfectos triángulos y cada uno, en su sitio, encajaba sin molestar a los demás. A la hora convenida y el sitio acordado. En sus casas, de noche mientras cenaban, nadie escuchaba desangrarse las notas de un violín maldito. Unas notas que lloraban y gritaban, atormentadas por la pérdida y la ausencia. Melancolía por tantos sueños perdidos que a nadie le importaban, porque no sabían siquiera que existieran. Su música era la de las almas impares y los restos defectuosos de fabricación.

El sábado, la resaca. Resaca de sueños perdidos en la almohada, muertos antes de nacer. Él lloraba por que en cada latido de su despertar se desvanecían los detalles de su sueño. Sabía que en unos segundos no lo recordaría. Se encontraría despierto con lágrimas en la cara sin saber porqué. En algún lugar, no muy lejos de allí, caen copos negros del cielo. En algún lugar abandonado, donde los objetos feos son olvidados, existe un manto de plumas negras que cubre la herrumbre y la basura de los hombres. Plumas negras, arrancadas una por una con precisión, todavía con sangre seca en las puntas. Cientos de ellas, arrancadas antes de llegar a su tamaño, cuando todavía son jóvenes y suaves.

Los domingos ya no tienen tormentas. Ni viento, solo el sopor plácido de los victoriosos en la pequeña guerra de la vida. Siestas en colchones blandos y vencejos sin alma que recorren los vacíos hasta la noche. El domingo muere la música, muere la luz y muere la semana.

El lunes, el viento augura tormenta. Las plumas negras del vertedero se meten entre los huecos de los objetos muertos y oxidados y se esconden en historias abandonadas y obsoletas. Mudas para siempre, esperando el olvido. Los barrenderos, por la mañana, barren los sueños perdidos que a nadie le importan. Se encienden las luces y comienzan de nuevo los gritos. Una nota sostenida precede a otra y poco a poco una larga melodía arranca la vida.

Miércoles.

Él entra en el hotel, el día equivocado. Se ha dejado algo, dice. Pero la recepcionista, que ya los conoce, sonríe. Lo están esperando, afirma. Él corre a la habitación, asustado, y abre la puerta con sigilo. Allí está ella, desnuda, de espaldas. Toca su violín negro y rojo frente a una ventana tapiada, y en su espalda ve unas grandes alas negras que se agitan temblorosas mientras ella gime de dolor con cada nota arrancada al violín. Plumas negras ensangrentadas caen de sus enormes alas, muertas. Es el precio de los ángeles negros por permanecer en la tierra: el dolor.

Él cierra la puerta. Duda, pero vuelve a abrirla y espera mudo y quieto a que termine la música. Ahora recuerda su sueño. Era un ángel y volaba en el cielo, libre, junto a ella. Mismas almas en otros cuerpos. En otro mundo, en otra vida. Ella no lo ha olvidado y cada semana toca esa canción para no olvidar. No olvidar lo que significa volar juntos en libertad.

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1 Comment

  • Jimmy Olano

    3 años agoReply

    «Su violín negro y cuadrado parecía un ataúd en miniatura, y el sonido que había dentro de él, el de un alma hecha jirones que sufría atrapada en sangre y soledad.»

    Muy bien logrado. Cada vez que lo leo tomo prestado algo. Enhorabuena.

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