Este relato está incluido en mi colección de cuentos “Histerias ficticias”, en su versión corregida, ampliada y revisada, aquí esta la versión original que escribí en el blog hace un tiempo.
Veintidós relatos que te retorcerán por dentro Fantástico, ciencia ficción, ficción contemporánea y horror. Disponible en papel y eBook |
No puedo evitar mover las caderas aunque me mire la vieja de enfrente. Qué sabrá ella. Sonrío y me veo reflejada en el espejo. Me encanta lo que veo, y me encanta cómo me odia la pobre anciana. Estoy por guiñarle un ojo, pero me contengo; esta gente siempre te arruina el día. No puedo dejar de sentir la música que llevo dentro de la cabeza. Saco morritos mientras me pinto los labios y miro de refilón al chico de al lado, que es mucho más agradable de ver. Sé que me quiere sonreír pero no se atreve, lo percibo en el brillo de sus ojos. Salgo del vagón con una energía que me transporta sin que yo lo pueda reprimir. Salto los escalones de dos en dos y me río cuando casi atropello a una chica joven y bajita que lleva a rastras lo que parece ser una guitarra. Tiene una pierna ortopédica, y antes de darme cuenta la estoy ayudando a montar su pequeña puesta en escena. Se llama Alegría y su voz me ha hipnotizado. Pienso en lo fácil que me resulta enamorarme de alguien así. Cuando comienza a tocar, no me arrepiento de haberla ayudado. Tiene una voz preciosa y la canción que toca, una de Agnes Obei, hace que parezca un ángel. No puedo evitar que se me humedezcan los ojos de pura emoción. Cuando acaba la canción y empieza otra soy consciente de que ya llego tarde, así que le dejo un euro en la cesta y me despido con la mano para no interrumpirla.
Salgo del metro; hace un día maravilloso. Me gusta la lluvia, y el cielo gris me trae recuerdos e ideas de planes por hacer. Olores de café y bollos, sabores de besos y promesas. Muchas promesas. Tanto por hacer, y son solo las ocho de la mañana. Roldán, el camarero del bar de debajo de la oficina, me saluda, barbudo, con expresión de niño y brillo en la mirada. Qué buenos ratos hemos pasado mientras me comía un bocadillo en la barra, acompañado de dos cañas. Este tío sí que sabe disfrutar de la vida. Divorciado, cuatro hijos y atado a la barra de un bar que entiende como la extensión de la mesa de la cocina de su casa. Todos sus clientes vamos por él, no por su café ni por las pequeñas cucarachas del diminuto baño. Todos sus clientes sabemos que somos especiales. Cuando no conozco a alguien, o cuando no lo recuerdo, él se encarga de hacer reír a uno hasta que el otro no puede evitar entrar en el juego. A partir de ahí es sencillo porque reconoces algo familiar, una necesidad, la de ser escuchado, la de hablar. Esa sonrisa fácil, esas ganas de oír la anécdota que cuenta Roldán, y entras. Entras. Al final siento que debería dejarle una propina, más como psicólogo, como amigo, que como camarero. La máquina pone el café, y él, el azúcar. Yo solo lo remuevo un poquito y me lo llevo calentito en el estómago hasta la oficina. Hoy no me da tiempo a tomar café, ya he pasado el rato con Alegría, la chica de la guitarra, y llego justa a la entrevista. De hecho, cuando entro en la clínica, Julia me mira de esa forma que significa que hay gente de fuera rondando, esperando. Frunzo la nariz y lo confirmo echando un vistazo rápido; la visita ya está en la sala de espera.
Natalia, creo que se llama. Repaso su ficha de memoria mientras busco su carpeta en el cajón. Me quito los cascos que aún llevaba puestos y me miro en el espejo. Lista. Me pongo la bata. Entro en la sala y observo a Natalia, 24 años, muy joven. Tiene buen aspecto, un poco pálida si acaso.
—Hola, Natalia. Bienvenida. —Está tensa. Sus manos parecen sarmientos, se aprieta tan fuerte la rodilla que los nudillos se ponen blancos—. Perdona el retraso. Qué bien que una de las dos ha sido puntual —digo intentando romper el hielo—. ¿Quieres un vaso de agua?
—No, gracias —responde con una sonrisa lo más digna que puede.
Intento pensar en cómo animarla para que se encuentre cómoda. La decoración tan impersonal no me lo pone fácil. A ver si logro convencer a la dirección de que esto no ayuda, sino todo lo contrario.
—Bueno, hemos analizado tu caso y creemos que podrías entrar en el programa. El primer paso es esta entrevista, y luego tendrías que pasar una serie de exámenes más.
—¿Más pruebas médicas? —me dice, cansada.
Se derrumba. No puedo evitar posar mi mano sobre la suya y mirarla a los ojos en silencio.
—No. No más médicos. Solo un par de entrevistas para saber si de verdad quieres seguir adelante —le digo en voz baja.
No responde; está más allá de ese punto donde otros se echan a llorar, ya ha pasado por eso. Así que voy al grano.
—¿Por qué quieres morir? Aún te quedan años por delante.
—Si tuviera el valor de hacerlo yo misma, lo haría. Lo he intentado, varias veces. Pero siempre fallo, siempre me arrepiento en el último momento —dice con voz glacial.
—Lo sé. Por eso mismo nosotros debemos estar seguros de que ese es tu deseo —digo sin dejar de mirarle a los ojos.
—¿No va esa incertidumbre incluida en el precio?
El hielo se convierte en ácido corrosivo. Imagino los vómitos que siguen a sus sesiones de quimio. Ahora que me fijo con detalle, lo advierto: lleva una peluca y tiene las venas de las muñecas negras y encogidas. Lleva uñas postizas. Ese tono de piel, esas encías enrojecidas. El dolor jugando al escondite con el cansancio: cáncer.
—Verás, yo seré quien apriete el botón, y necesito saber que lo que deseas es eso y que no hay otra salida, que no existe nada más allá. Si no, no podría hacerlo, no importa cuanto me pagues.
Mis palabras han sonado más duras de lo que pretendía, pero su rostro permanece impasible. Pasa un minuto y por fin se relaja. Lo he conseguido. Adivino una media sonrisa en su rostro cansado.
—Debe de ser un trabajo duro —dice casi en un susurro.
No siente lástima de sí misma, solo cansancio. Lo he visto otras veces.
—Lo es —confirmo.
Le devuelvo la sonrisa.
—¿Lo harás? —pregunta, agarrándome de la mano y clavándome la mirada. Todavía queda vida en ella, queda fuerza. Lo sé, pero me lo guardo. Quizás solo le queda la suficiente para buscar su muerte, algo que ella misma ya no puede lograr. Siempre que llega ese momento me acuerdo de Nacho. Y siempre me pasa lo mismo: se me humedecen los ojos y empiezan a caerme lágrimas saladas por la cara. Regresan los recuerdos de ese interminable peregrinar de hospital en hospital, de los olores, los gritos de angustia y desesperación y las noches en vela, de médico en médico, buscando una cura, y finalmente, anhelando la única salida posible: una muerte digna.
—Sí. —Sonrío y lloramos las dos.
Jimmy Olano
Excelente, eleva y deja caer de porrón, magnífico contraste.
Toda una oda a la eutanasia.