Luis. Luisito, te llamaba tu padre cuando venía a buscarte al colegio. Te dejaste su mismo bigote y ahora tienes sus mismos andares de héroe de película americana. Al principio tenía miedo de que me reconocieras al entrar por la puerta del bar. En el fondo deseaba que lo hicieras, que me liberaras. Cada mañana te saludo con una impecable sonrisa mientras seco los vasos con el paño. He practicado esta mueca estúpida tantas veces que ya me sale sola. Cada una de las frases tontas que te gustan las he ensayado durante años. Mueca. Frase. Contramueca. Contrafrase. Sonrisa. Ceja alzada. Carcajada. Ojitos. Sonrisa.
—Luis, tu café te espera. ¡Recién cagado!
—¿Blue Mountain?
—¡Kopi Luwak!
—Qué friki eres tío, me encantas. Te echaré de menos.
¿Cómo? Espera. Es verdad, hay algo.
—¿Qué pasa?, ¿me abandonas por una Nespresso?
—No sería capaz, pero me mandan a Múnich. Por fin. ¡Subdirector de planta!
No sé felicitarle. Esa frase no la tengo. Seco vasos con el trapo mientras pienso.
—Mira que eres raro Andrés, joder, y te conozco de hace media vida.
Asiento mientras las imágenes se agolpan en mi mente. Sus hijos correteando por el bar. Su mujer, mirándole enamorada, feliz.
—El día que abriste el bar me diste una alegría, siempre quise tener un bar bajo mi casa.
—Recuerdo de aquel día. Vestías un pantalón corto de color gris, un polo a rayas azules y blancas horizontales. Venías con tu hijo mayor, Felipe.
—Joder que memoria tienes Andrés.
—Felipe te preguntó “¿Quién es este señor, y por qué sonríe tan raro?”, y tú dijiste, “no es nadie”.
—Jajajaja, qué cabrón, ¡qué memoria tienes!
—Sí. Tengo una memoria muy buena.
—¡El superpoder de Andrés!, eso y poner el mejor café del mundo.
—Sí, lo recuerdo todo.
—¿Recuerdas todo?
—Sí, tengo ese defecto. No olvido una cara, ni una frase.
—Eres el perfecto camarero.
—No siempre quise serlo, hubo una época que quise ser astrofísico.
Calla.
—Coño, me recuerdas a alguien. Un chaval de mi colegio. Joder… como nos pasábamos con él.
Calla. Respira… friega otro vaso mientras. No le mires a los ojos.
—Ay, no sé, ya no me acuerdo. Era un bicho raro, cojo y con gafas. ¡Bah, da igual!
—Yo recuerdo a todos los niños de mi clase de quinto de primaria, éramos veintisiete.
—¿Y qué pasó con la astrofísica? ¿Muchas matemáticas, no?
—Alguien me convenció de que no merecía la pena.
—Buen consejo, no se gana dinero con esas cosas. Mucho esfuerzo para nada.
—Mejor la ingeniería industrial, ¿no?
—Sí, sí.
—No siempre quise ser camarero.
—Ya imagino.
Está incómodo. Frena.
—De hecho, estudié ingeniería industrial. Como tú.
—Vaya, no lo sabía.
—De hecho, ambos estudiamos en la Politécnica.
—No me jodas, ¿y cómo es que no me acuerdo?
—No sé.
—Joder que casualidad.
Está nervioso, jugando con la cucharilla en la taza, evita mirarme.
—El mundo es como un pañuelo… lleno de mocos —digo, suena raro. No es Andrés, soy yo. Mal. Mueca. Sonrisa. Mueca.
—Jajajaja, qué bueno, mi padre tenía la misma frase.
—Te voy a echar de menos, y a Ana, y a los niños, se van contigo, ¿no?
—Sí, sí. Nos vamos todos —dice nervioso. Ya no me mira a los ojos.
—¿Y cuándo os vais?
Duda.
—Aún no lo sé, estamos con la mudanza, mañana nos vamos todos a Múnich a ver pisos.
—Qué suerte, Luis, me alegro un montón.
—Ernesto, se llamaba Ernesto —dice, como vomitando algo atrapado.
Ernesto Funesto, me llamabais.
—¿Quién?
—Nadie, da igual. Cóbrame anda.
—A este invita la casa, por si no te vuelvo a ver.
Ojitos. Sonrisa.
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