Algunas personas hemos aprendido a desaparecer sin movernos.
Es una técnica silenciosa, intuitiva, invisible. Aparece cuando estar en un entorno lleno de gente —extraños, reuniones, actos sociales— se vuelve una carga insoportable.
No es evasión. Es supervivencia.
Yo la llamo «La técnica del vacío«. Consiste en enfocar toda la atención en algo pequeño, conocido, íntimo: tus manos, una taza de café, un documento, el teclado, una sensación familiar que te transporta a tu habitación, a tu casa.
Todo lo demás se apaga.
No desaparece, pero deja de importar.
Estás allí, físicamente, cumpliendo con lo que se espera. Pero mentalmente estás en otra parte: en tu refugio.
Tu burbuja.
Puedes estar escribiendo rodeado de personas, y sin embargo estar solo. Con tu taza. Con tus dedos. Con el clic mecánico del ratón. Como siempre.
Y si alguien te habla, respondes. Pero lo haces desde otra orilla. Como si sus palabras llegaran flotando, sin urgencia.
No es que ignores a los demás. Es que no te atraviesan.
Porque si te atravesaran, dolería.
Esta técnica —la del vacío— no se enseña. Pero muchos la compartimos.
Personas hipersensibles, que captamos cada gesto, cada pausa, cada energía en el aire. Personas que no temen a los otros, pero se agotan con su presencia.
No es timidez. No es ansiedad social. Es otra cosa.
Es una conciencia afinada que, cuando no encuentra descanso, se protege.
Y protegerse significa desaparecer un poco.
No por completo. Solo lo justo para seguir adelante sin romperse.
Cuando haces el vacío, lo haces para resistir.
Te retraes a un espacio donde todo es predecible, amable, tuyo. Una taza. Un texto. La ventana. Una imagen mental que conoces bien.
Todo lo demás, flota.
Las voces se convierten en fondo. Las luces, en ruido blanco. Los movimientos, en sombras lejanas.
A veces el refugio dura diez minutos. Otras, una tarde entera.
Y si nadie te interrumpe, nadie nota que estuviste ausente.
Pero hay un coste.
El coste llega después. Cuando sales.
Cuando cruzas la puerta de casa, cuando bajas la guardia. Cuando ya nadie te mira ni te exige nada.
Ahí aparece el cansancio.
Un cansancio vital. No muscular. No físico.
Es como si tu alma hubiera cargado con todo el peso. Como si cada minuto de contención cobrara ahora su deuda.
No se repara durmiendo.
Solo con tiempo. Con calma. Con rituales sencillos que te devuelvan a ti mismo: una ducha, un paseo sin destino, el silencio real.
Entonces recuerdas por qué hiciste el vacío.
Porque es mejor apagar el mundo que dejar que el mundo te apague a ti.
Y lo harás de nuevo.
No porque quieras. Sino porque lo necesitas.
Y eso también está bien.
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