Ayer me encontré en una entrevista de trabajo a un viejo conocido de cuando yo tenía poco más de quince años. Mi cerebro reptiliano, oculto y siempre sigiloso saltó sin previo aviso: «Joder tío, qué pasa, cuánto tiempo. ¡Hostias!». Una frase así, en frío, en mitad de una oficina, con trajes y corbatas de por medio. Preludio de algo más intenso y menos gris. La razón y los recuerdos llegaron segundos después. Aquel tipo resultó ser un viejo conocido de hace más de veinticinco años, el hermano de la primera chica que me hizó tilín, y yo era uno de tantos que tuvo que buscar en los rincones llenos de pelusas, los trocitos de su corazón roto.
Toda la vida he estado rodeado de gente como yo: pringaos. Marginaos. Raritos. Pasé parte de mi adolescencia encerrado en la biblioteca, no porque me apasionara leer mucho, eso es lo que digo en las entrevistas, la realidad es que me aterraba lo que había ahí fuera. Iba demasiado rápido, y no entendía ni lo que percibían mis sentidos ni lo que sentía en mi interior. Ser un tío raro mola después de los años, cuando tienes una autoestima labrada a base de cadáveres que has ido matando de la manera más inverosímil. Se tarda tiempo. Porque ya sabemos todos que un pringao no puede ganar cara a cara en la vida, tiene que hacerlo de manera alternativa. Ser un bicho raro suele venir de serie con un paquete de mejoras como falta de adaptación a los deportes de equipo, fobia a las reuniones sociales y un proceso de creación de uno o varios mundos paralelos. Vale, sí, empecé a escribir y a jugar al rol en aquella época. Es esa época donde buscas como agarrar a ese hambre sin nombre que sientes dentro de tí. La imaginación volaba libre sin necesidad de cerrar los ojos.
Sin embargo, en el fondo de mi corazón siempre quise ser un macarra, un chulo, alguien que mirara a los ojos y derritiera al contrario. Alguien cuyo cabello siempre estuviera de punta, y que al girar la cabeza, el mundo derrapara con ella. El que pone la música y la quita. Ese fucker. Ese cabrón que aunque vaya en una mierda de moto siempre parece que va ganando.
Cada vez que veo uno de esos en el semáforo me acuerdo de la moto de macarra que tuve. Practiqué durante mucho tiempo, pero sólo rasqué la superficie de lo que un chulo puede ser. Siempre me delataba algo: unos calcetines románticos o unas zapatillas simpáticas. No tengo lo que necesita un macarra para ser un puto, un cabrón, un fucker. No puedo sostener la mirada ni de ellos, ni menos aún de ellas. Da igual que vaya a 180 por un túnel de 50. No soy malo, nunca lo seré, aunque me convierta en genocida. Seré un genocida buena persona, pero algo rarito. Pediré permiso antes de colarme o peor aún, disculpas.
El mundo trata mejor a los hijos de puta. La proporción de psicópatas es mucho más alta en la alta dirección de las multinacionales que en cualquier otro grupo social. ¿Se puede ser psicópata y un bicho raro?, siempre me lo he preguntado. Mi psicóloga me dice que no me preocupe, que no soy un psicópata, pero yo siempre he temido que la gente cuando me mira a la cara sepa lo que estoy pensando. Me avergüenza, por que en mi interior, enterrado, vive un hijo de puta encadenado al suelo de mi alma, porque le conozco, y sé que sería una bestia digna de película. Por eso no respondo cuando me dicen hola en el ascensor. No soy tímido, estoy luchando con mi demonio interior y eso colapsa mi interfaz con el mundo. No es que no esté, es que estoy ocupado. Por eso, cuando no lucho contra la bestia, cuando no tengo que enfrentarla, cuando mi yo interior no quiere hacer el macarra y la bestia duerme, puedo hablar, abrir los ojos y las orejas y contemplar el mundo tal como es, sin que me coma o mi bestia se lo quiera comer. Los macarras siempre se fijan en las chicas llamativas y dejan en paz a las chicas de biblioteca, que en vez de mostrar sus muslos, enseñan el canto de los libros que llevan en sus pensamientos. A mi chulo interior le encantan los escotes, a mí, un libro abierto y unos ojos al fondo, devorando los renglones. No sé que pasaría si tuviera que luchar contra mi bestia por una chica de biblioteca llena de muslos y escotes entre las páginas. Ganaría él, por goleada. Arrancaría una página de Umbral para envolver el condón usado.
Con el tiempo he descubierto que muchas chicas de muslos lisos y curvas prolongadas, con sus escotes y su rimel, también tienen una pequeña bibliotecaria escondida en su interior. Entonces saco mi chulo, que distrae a la chica de curvas, mientras, mi verdadero yo escala por su pelo ensortijado, trepa por sus pendientes y se encuentra con ella en la ventana carnosa de su oido. Susurro unos poemas de Bukowski y después de hablar de literatura hacemos el amor. Después observamos el mundo, tumbados dentro de su trompa de eustaquio, escuchando el sonido rítmico de la música de discoteca donde su bestia y la mía, juegan a morderse.
Pero no, no quiero ser un hijo de puta para entretener a las ninfas con un baile de miradas. Eso es algo accidental. Quiero ser un cabrón para dejar de esconderme, para mirar sin que la gente pueda evitarlo, para violar su intimidad con mi presencia todopoderosa. Quiero dejar de observar a escondidas. Sin embargo, qué terrible el dilema del gato de Schrödinger. Me gusta el mundo tal como lo veo, y si suelto a la bestia, se terminará todo. Seguiré soñando, con ser un cabrón, algún día. Mientras, observo agazapado y me relamo.
Luis Fausto.
Sorprendido. M.uy bueno. Claro, concreto, ingenioso, con un curioso humor de difícil acceso. Lo he leído un par de veces. Gracias.
Avedon
¡Gracias!, este me salio del alma.
Jimmy Olano
Bonita moto. Hay tantas cosas que uno quiere ser pero no, yo diría más bien son antojos de vez en cuando [creo]. Vamos que para eso es el ciberpunk y la ciencia ficción, para escapar de la rutina diaria. Por cierto mi chulo favorito era Huggy Bear el de la serie de TV Starky & Hutchinson
(Youtube 05jQkv_lMGs ).