Peón alfil dama

Este relato está incluido en mi colección de cuentos «Histerias ficticias», en su versión corregida, ampliada y revisada, aquí esta la versión original que escribí en el blog hace un tiempo.

Veintidós relatos que te retorcerán por dentro

Fantástico, ciencia ficción, ficción contemporánea y horror. Disponible en papel y eBook

Cada vez que me encuentro con ella y nuestras miradas se cruzan me recorre un espasmo que me bloquea. La chica más dulce de aquel extraño lugar, la única que no germina en mí imágenes obscenas y la forzosa necesidad de ir al baño para sacármelas de dentro. Sin embargo, algo dulzón y malsano la ronda, como las moscas negras flotan sobre la fruta podrida. Su perfume me provocaba retorcijones. Náuseas difíciles de controlar. Sé donde llevan sus ojos azucarados de princesa; al final se casa con el tipo al que todos sacuden, del que cualquiera se aprovecha, y ella sufre, y sufre, hasta que ella misma, juega a ese juego. Lo he visto antes. Humo de cigarros, colillas y gritos. Peluches rotos y promesas incumplidas. Ella se mueve por las casillas blancas y yo por las negras. Por eso sonrío cuando me cruzo con ella por el pasillo, con mi café en la mano. Por que sé que no me ve.
Espero, impaciente, sentado sobre la taza del baño de cerámica azul, bendecido con tecnología que permite que excepto la suelas de tus zapatos y tu mierda, nada humano tenga que mancillar su perfección. Es lo mejor de este trabajo, apenas llevo tres meses y mis mejores momentos han sido aquí y en el cuarto de las fotocopias. Relacionándome con mis obsesiones. Sé que si alguien me viera en estos momentos, se moriría de miedo. Sonrío aún mas mientras admiro por cuarta vez, la perfecta simetría de los azulejos, extasiado, evitando suspirar, temblando.

Diez y cuarto, siempre llega a esta hora. Fisgo quien entra y quien sale desde una rendija en mi cubículo. Me siento igual que si defecara en una capilla sixtina bastarda, dedicada a los ridículos dioses de la modernidad. Aquello que repta de forma casi imperceptible, apenas a cinco centímetros de mí, sobre el soporte de papel higiénico es un precioso y diminuto gusano, infestado de minúsculas patitas de color fecal. Es hermoso. Me estremezco de emoción y me muerdo la lengua, evitando hacer ruido. Lo contemplo mientras reprimo atormentado mi necesidad imperiosa de aplastarlo contra la pared. Recuerdo con cariño todos los animalitos que han conocido mi curiosidad. Tendrá que esperar, porque Marcos acaba de entrar y está orinando, como suele hacer a esta hora. Al terminar, deja su carísimo reloj sobre el inmenso lavabo azul, para lavarse las manos. Yo salgo de mi escondite, tras tirar de la cadena del retrete inmaculado. Tengo que volver, necesito comprobar que ya he tirado. Odio hacerlo, pero no soy capaz de evitarlo.
—Que pasa, Marcos —saludo sin ganas.
Su rostro, su forma de mirar, con esos ojos hundidos y tristes, y su manera de andar, de hombros caídos, me traen violentas imágenes de hachas golpeando la carne, casi puedo oír el sonido hueco, como el que hace un coco al caer al suelo y partirse. Me imagino los torpes pasos de un cuerpo sin cabeza escupiendo sangre a chorros que alcanzan el techo. Siento la necesidad de huir de ahí y refugiarme en el baño, pero no, respiro con esfuerzo y sonrío un poco para devolverle el contacto visual.
—Aquí andamos —responde sin pensar. Apenas me sostiene la mirada, pero sabe quién soy. Debe estar pensando algo agradable sobre sí mismo, reforzando su autoestima. Yo aún sigo viendo sangre salir a borbotones. Mantengo mi sonrisa y observo a mi alrededor. No hay nadie aquí ni tampoco en los retretes. Estamos solos. Evito la baldosa rota y me lavo las manos junto a él.
—Marcos. ¿Has pensado en la muerte alguna vez? —susurro.
—¿Qué?, perdona no te he oído —por la expresión de su rostro, sé que lo ha hecho. Le susurro de nuevo la pregunta, clavando mi mirada en él, sabiendo el efecto que provocan mis ojos negros.
—¿Perdón? —murmura incómodo, esbozando una estúpida sonrisa. Mientras, dejo que el silencio le sepulte un poco más, me lavo las manos despacio, observándole de forma indirecta a través del espejo. Cuando parece que va a salir de su estupefacción, continúo —. A veces me pregunto qué parte del cuerpo prefieren los gusanos al morir. Creo que lo que más les gusta debe ser el cerebro, aunque he leído por ahí que cuando eres un cadáver, se queda seco como una pelota.
—Tío, estás fatal —suspira nervioso y comienza a secarse las manos con prisa. Yo sigo hablando sin mirarle de manera directa.
—Dicen que estamos llenos de gusanos por dentro. Sólo es cuestión de palmarla para que empiecen a salir un poco antes —añado. Su cara es un poema.
—Joder tío, estás jodido de cojones —y me esquiva de forma apresurada, sin siquiera abrocharse la bragueta y con la punta de la corbata mojada. Se ha dejado el reloj, sobre el lavabo, tal como pensaba que haría. Me lavo las manos un par de veces más antes de secármelas a fondo. Necesito tranquilizarme para hacer lo que voy a hacer. Con un poco de paciencia, dedos limpios y un pulso firme como el mío se puede lograr cualquier cosa. Cuando acabo, lo dejo dentro del cajón de su mesa sin que me vea, pero estoy seguro de que sabrá que he sido yo.

No espero que venga. Pasan los días, y evita mi mirada. Un día, mientras toma su solitario café de las nueve y media, no puedo evitarlo, cansado de esperar actúo movido por un impulso. Apoyo mi mano en su hombro, reprimiendo mi repugnancia y le sonrío cuando me reconoce.
—Encontré tu reloj en el baño, te lo dejé en el cajón ¿lo viste?
—Si.. Si —tarda en contestar, batiendo sus pestañas cual cuervo moribundo, que descubre tarde que ha sido envenenado.
—Es extraño, me pareció ver un gusano dentro —espero. No responde —. Quizás estén empezando a salir, Marcos.
Ríe nervioso. Su cara se transforma frente a mí. Sus globos oculares se descuelgan como alpinistas obscenos por su rostro, reseco y comido por los insectos. Reprimo mi necesidad de ir al baño. Sonrío apretando los músculos de la mandíbula, tenso. Se levanta y da un par de pasos atrás —estás loco—, susurra, pálido. Por primera vez, sé que me mira de verdad.
—Aléjate de Laura —es lo único que le digo, con una voz ronca, al punto de la náusea.
Parpadea un par de veces sin decir nada, buscando desesperadamente a alguien conocido con la mirada. Murmura algo, casi tropezando al girarse y se va despavorido. Yo voy en búsqueda del baño, lo necesito más que nunca.

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