Mi amigo Raúl

Raúl nació en Salamanca, tierra de jamones y cuna de hidalgos, bien podría haber nacido en tiempos de Cervantes, con un sombrero de ala ancha y barba poblada, seco y delgado, como un sarmiento enfundado en traje y zapatos negros. 

Nació en el 75 y siempre fue un niño ahorrador, en palabras, frases y hasta en miradas. No es que fuera tímido, es que para darle nada a alguien se lo quedaba para sí mismo. No le gustaba saludar, sigue así desde entonces: mueve un poco la cabeza para arriba y para abajo, sin decir palabra ni dar la mano. Se quedó algo bajito, y cuando miraba desde el suelo, parecía uno de esos niños que siempre están enfadados, como exigiendo intereses por la paga que llegó tarde, solo que con barba de señor mayor y expresión de inspector de hacienda cornudo. Le gustaban el negro y el blanco, así no se complicaba la vida con tener que combinar colores. Todo lo más, alguna camisa que le amarilleaba, y algún complemento, regalo siempre de sus múltiples amantes, que siempre eran más altas, más gorditas y más simpáticas que él… pero empecemos la historia desde el principio.

Conocí a Raúl en mi primer trabajo serio, al menos el primero al que tenía que ir con traje y corbata. Esto debió ser a principios de siglo, y él ya vestía de riguroso luto. Nos hicimos amigos enseguida, porque al igual que a mí, no le gustaba la gente. Tampoco le gustaba comer fuera, yo por raro, él porque solo comía una vez al día. Decía que era más sano, no sé si para su bolsillo, para su estómago o porque no le hacía falta. Le gustaba el heavy metal, un grupo en concreto, que para él era su única religión aceptable: Led Zeppelin. Tenía camisetas clásicas de los años 70, y una colección de discos que contrarrestaba cualquier otra tendencia a no gastar más de lo necesario. Tenía una fortuna en discos, que nunca escuchaba para no estropearlos. La mayoría de ellos tenían el envoltorio original, estaban ordenados por colores y no se los dejaba tocar a nadie, de hecho los guardaba en casa de sus padres, en Salamanca, para evitar tentaciones.

Cuando me invitó a su casa, pensé que era una broma: vivía en un trastero en la calle Fuencarral, y sacaba la cama del único armario que tenía, como un vampiro vegano que solo come champiñones y queso feta. Salíamos por una escalerita a fumar maría al tejado y desde ahí dominábamos Madrid, junto con las palomas blancas y los gatos negros. Los porros me los llevaba yo, porque él no fumaba. Tampoco bebía, así que también llevaba las cervezas. Las tenía que llevar casi congeladas, porque tampoco tenía nevera. No sé cómo se lo montaba, pero le funcionaba igual con las mujeres. Jamás se acercaba a ellas, pero lograba encamarse de manera periódica.  Cada vez que le veía en un parque, porque él no iba a los bares, le veía con una chica diferente. Conocí a varias de ellas. Recuerdo a una alemana, que hablaba tan poco como él. Le sacaba una cabeza y dos cuerpos, incluso se reía mucho más que él, y eso que era alemana. No me lo puedo imaginar encima de él, en aquella cama diminuta, seguro que lo hacían en casa de ella, y el cigarrito de después, pues se lo pediría, como los condones.  No sé qué veían en él, pero Bea, otra amiga suya, le llevaba hasta bocadillos, con su papel albal y todo. No creo que fuera sexo, creo que había algo en él que las atraía, dicen que hay mujeres que se sienten atraídas por los chicos malos, en Raúl había algo que las atraía y nunca supe el qué, quizás fuera eso mismo que todos nos preguntábamos, ¿cómo podía ser?, ¿de qué iba realmente Raúl?, y teníamos que comprobarlo de una forma u otra, yo con unas cervezas y ellas haciendo el amor, o lo que fuera, con él.

Lo que más me gustaba de Raúl era la realidad donde vivía, donde no había por qué aceptar obligaciones, deberes o responsabilidades más allá del ducharse. Era de estas personas que no lavaba la ropa apenas porque no olía mal. ¿Cómo se puede no oler mal? No lo sé, ese era otro de sus grandes misterios, como decía: aquel conjunto de vacíos era su gran atractivo. Me gustaba escuchar su visión del mundo, donde el dinero no tenía por qué existir. En cierta forma era coherente, vivía en un armario y ni siquiera se molestaba en ocultar que no le importaba.  Recuerdo aquellas tardes subidos al tejado de su trastero, donde me contaba sus experiencias en el seminario, pues había empezado la carrera sacerdotal. Podría haber sido monje, porque el único pecado que le he visto cometer es no tener fe, quizás esa fuera su gran virtud, la ausencia de vicios. Podía quedarse quieto mucho tiempo, casi como un asceta en meditación, pero siempre que uno se despistaba, él ya se había comido la última croqueta del plato, sin pedir permiso, sin excusarse. Al final dejé de quedar con él para cenar, cuanto entendí que él no comía, solo cenaba. Es el único vegano que podía comer asado de Cabrito o el único abstemio que bebía vino (pero solo del bueno). 

Raúl podía ser un poco seco, pero jamás se quejaba. Aceptaba lo que había y lo tomaba, con frecuencia, es cierto, pero jamás se quejaba. Solo había dos temas intocables para él: la música y Salamanca. En ambos casos se veía al hidalgo que había en él, aunque no tuviera espada, se batiría en duelo por defender su religión (Led Zeppelin), con tu arma, y con tu brazo, sin embargo, se batiría. 

Le perdí la pista hace años, cuando se hizo auditor en un gran banco. Es una profesión que le encajaba como un guante, ya que su trabajo consistía en ponerle pegas al trabajo de los demás. Con el tiempo llegó a ser jefe de auditoría, un puesto complicadísimo, porque a todos les tientan; sin embargo, él no tenía vicios. Jamás le vi perder la cabeza por una mujer o por una buena comida. Si se daba, se daba, pero no lo pedía, o lo sugería. Era como ese gato de pueblo que, si le dejas la puerta abierta, entra en la cocina, se lleva el trozo de pollo del plato y sale por la ventana, sin maullar ni generar alboroto. Se casó con una compañera de trabajo, lo dicho, como un zorro que llega y se lleva una gallina en la boca.

Han pasado los años y te echo de menos, todavía te imagino con tus miguitas de pan en la barba, dejadas a propósito para acordarte de quién eres, pese a las apariencias.  A veces pienso en llamarte, y que me invites a comer a tu casa, ver cómo es tu nueva vida, o para escuchar algunos discos viejos de Led Zeppelin, pero ¿para qué?, las mejores historias son las que no tienen final propio.

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Comments

  • 6 meses agoReply

    Gracias Jose, intento seguir aprendiendo. En este relato intenté utilizar enfocarme en la ironía para una descripción del personaje mas cercana, no suele ser mi estilo.

  • Jose Ant. Sánchez

    6 meses agoReply

    Hola, Nicholas.
    Creo que la mejor forma de describir tu relato es «encantador», porque te encanta con sus primeras líneas y te lleva sin querer queriendo hacia ese final ajeno.
    Supongo que como Raúl, que, a pesar de su extraña personalidad, te atrapa y lleva hasta su mundo. Aunque sea prestado o tengas que compartir el tuyo, que luego quedará transformado por su existencia.
    Enhorabuena. Tus historias de «no ficción» son también estupendas.
    Un Abrazo.

  • Jimmy Olano

    6 meses agoReply

    Parecido era mi anterior contable, quien de paso estudió conmigo ingeniería en la Universidad de Carabobo, solamente que mi amigo era tremendo jugador de baloncesto y su altura lo ayudaba muchísimo. Tengo tiempo sin verle, la última vez que detuvo su coche mientras yo caminaba hacia mi casa, me contó brevemente que era jefe de recursos humanos luego de haber trabajado como auditor en una compañía anterior.

    Ya preguntaré a otro ingeniero, también otro compañero de estudios, a fin de saber que está haciendo ahora, por lo pronto pues «las mejores historias son las que no tienen final propio.»

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