Este relato está incluido en mi colección de cuentos “Histerias ficticias”, en su versión corregida, ampliada y revisada, aquí esta la versión original que escribí en el blog hace un tiempo.
Veintidós relatos que te retorcerán por dentro Fantástico, ciencia ficción, ficción contemporánea y horror. Disponible en papel y eBook |
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Uno.
—Mierda, mierda, mierda, os dije que… —empezó a decir Dos, pero Tres lo fulminó con la mirada.
—Tranquilos —dije yo, intentando que no me temblara la voz.
Nos miramos los cuatro. Los ojos azules de Uno tenían las pupilas dilatadas. Solo pedía que dejara de meterse por un día, maldito imbécil. En qué puto lío me había metido aquel desgraciado. ¿Por qué se me habría ocurrido juntarme con aquellos pringados?
—¿Quién cojones ha pisado la alarma? —gritó Uno a los cuatro vientos.
Las cuatro o cinco personas tumbadas en el suelo nos miraban con pavor. La tipa del mostrador estaba pálida y tenía la blusa azul llena de ronchas de sudor.
—¡Esa! ¡Ha sido esa zorra! —señaló Dos con odio en la voz.
Uno le puso la pistola en la sien y la miró con aquellos ojos de loco que tenía siempre que iba a liarla. Yo ya conocía a qué llevaba esa mirada y aun así estaba aquí. No podía entender por qué.
—Deja a la señorita, gañán.
Pronuncié despacito aquel «gañán» que sabía que odiaba tanto. Prefería distraer su atención antes de que se le fuera el dedo. Como no me hacía caso, me interpuse entre el cañón de la pistola y la mujer. Mal paso. Una vaharada de perfume entró flotando por mis fosas nasales y provocó un torrente de emociones, ansiedad y náusea. Amargos recuerdos del pasado.
—¡Pégale un tiro! —grité—. ¡Y luego a ese gordo cabrón! —Señalé al guardia de seguridad, que hacía lo posible para pasar desapercibido—. ¡Venga, a que esperas, gañán! ¡Reviéntalo!
—Tranqui, tío… Suave, suave —balbuceó Dos.
—Bajad las armas. ¡Ya! —ordenó Tres.
Nos miramos de nuevo. Allí estábamos, con pasamontañas en la cabeza, dos pistolas, una recortada y una porra extensible. Encerrados en una sucursal bancaria de mierda en un pueblo perdido de la sierra. Durante un instante pensé que si Uno no lo hacía, lo haría yo. Odiaba cómo me miraba aquel guardia de seguridad. Odiaba su uniforme. Inspiré. Uno… dos… tres… cuatro… cinco. Expiré.
—Bien. Todavía seguimos vivos. Miradme. Todos.
Seguimos las palabras de Tres hasta llegar a sus ojos. Su mirada era firme, era lo único que nos unía. Era lo único firme en nosotros.
—Cuatro, vigila la puerta sin que te vean desde fuera. Si viene alguien, avisa. Uno, tú te vienes conmigo. Dame esa pipa —ordenó, y sin esperar a que se la ofreciera se la quitó de la mano. La mujer del mostrador respiró aliviada—. Dos, tú vigila a estos tipos. Si alguno se intenta levantar, primero le pegas una patada, y si insiste y no te queda más remedio, le metes un tiro. ¿Estamos?
—Eeeh… —empezó a decir Dos.
—¿Estamos? —volvió a preguntar Tres, abrasándole con la mirada.
—Sí… Sí. Entendido.
—Vamos, Cuatro, a la puerta. Dos, vigila a estos capullos. ¡Vamos, vamos, vamos!
Tan pronto como lo dijo, desapareció con Uno en un cuarto adjunto al despacho de la directora. Empujó de malas maneras a la jefa de la sucursal, que no había dicho nada hasta el momento. La mujer, que no era ninguna niña, aguantaba el tipo con dignidad. Era desagradable verla en aquella situación; la serenidad con que afrontaba la situación era asombrosa, pero peligrosa para ella. Evité la tentación de saber más y me alejé de aquel cuarto; me acerqué con cuidado a la puerta de entrada y entorné las cortinas de la cristalera principal sin dejar de vigilar al gordo de seguridad. No me fiaba de él. Ni de Dos. Ese gilipollas no sabía ni atarse los cordones, mucho menos manejar una recortada. Aquello era un puto desastre. El único lado bueno era que en aquel pueblo de mierda, los nacionales tardarían como poco veinte minutos en llegar. Teníamos que salir pitando antes de ese plazo, y ya había pasado más de la mitad.
—¡Zorra! ¿Cómo que no tienes dinero? —oí que gritaba Uno en la sala.
Un golpe seco retumbó por toda la oficina, seguido del quejido entrecortado de una mujer. Me estremecí. Pero no podía hacer nada, aunque no me gustara. Las tripas me pedían que saliera corriendo de ahí, pero ya era tarde. Uno de los tipos del suelo tosía sin querer llamar la atención. Yo empezaba a sudar debajo del pasamontañas, y mis dedos acariciaban el tibio metal del gatillo. Aquella M82 me recordaba tiempos mejores. Miré a mi alrededor; solo había tres clientes en el suelo además del gordo. El tío de patillas y coleta, el trajeado y una chica guapa que no paraba de mirarme, nerviosa. Eché un vistazo a través de las cortinas de la cristalera; nada. El coche estaba bien aparcado, no pasaba nadie por la calle. Volví mi atención al interior. El gilipollas de Dos se había puesto a beber un vaso de agua, y el guardia de seguridad se estaba levantando con sigilo; bueno, con tanto sigilo como podría moverse el gato panzón de una abuela acostumbrado a seis comidas al día.
—¡Eh, tú, puto gordo! ¡Al suelo! —grité, apuntándolo con la pistola. Podía ver que el seguro estaba puesto. «Mierda», pensé. Sin chistar, el tipo se dejó caer al suelo. Me acerqué y lo miré. Lo conocía de algo, era una sensación rara. Miraba nervioso a la chica, y yo la observé con descaro. Era extraño; sabía que no la conocía, pero sin embargo me era familiar. Demasiado.
—¿Te conozco, guapa? —le pregunté agachando el cuerpo, casi hasta poner mi cabeza en el suelo, intentando verle el rostro semioculto.
Se le erizó la piel y evitó confrontar su mirada con la mía. Tampoco habló; noté su aliento nervioso y entrecortado. Sin verlos apenas, adiviné que sus labios llevaban un carmín rojo oscuro. En su aterciopelada piel, el vello casi invisible de la cara se movía tenso al compás de su respiración. Casi podía saborearla, dulce y caliente. Un ruido metálico hizo que me levantara, excitado y aturdido. ¿Qué coño me estaba pasando?
—¡Uno! ¿Cómo vais ahí dentro? —pregunté a gritos.
Giré sobre los talones varias veces para revisar cada rincón de la oficina. Todo el mundo seguía ahí. Menos Dos, que había desaparecido de repente. Oía los latidos de mi corazón bombeando a todo meter.
—Mierda, Uno, ¿cómo vais con el dinero? —volví a preguntar.
Sin respuesta. Se oían unos gemidos débiles en el cuarto de la caja fuerte.
Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Respiré hondo. Sin respuesta. El gordo de seguridad se incorporó muy despacio frente a mí y me sonrió.
—Déjalo. Tus compañeros te han dejado tirado. ¿No lo entiendes? ¿No ves que no tiene sentido?
—¿Estás de coña? ¿Quieres que te reviente ahora mismo? —pregunté, amartillando la pistola y quitándole el seguro.
Una bala sin disparar cayó al suelo. El tintineo duró unos instantes, rompiendo un silencio metálico. El gordo movió lentamente el brazo y señaló el trozo de ventanal por el que aun se veía la calle. Ahí estaban los tres, corriendo hacia el coche con las bolsas de deporte llenas colgadas de la espalda.
—¡Mierda! —exclamé abatido.
Di un par de pasos atrás y topé con la fuente de agua. Hizo amago de caer, y en el momento en que desvié la mirada, el gordo voló hacia mí. No pensé. Intenté golpearlo con la culata pero el cabrón era hábil; me quitó la pistola y me pateó los huevos. Cuando quise darme cuenta me estaba apuntando. Todo el mundo se puso histérico, pero lo único que yo sabía era que ese cabrón iba a pagar por todo, por todos. Pasara lo que pasara.
—Puto mierda. No tienes cojones —grité.
Me levanté hacia él y sonó un disparo. Sus ojos se abrieron de par en par. Sentí un dolor intenso en el costado, como un arañazo profundo. Me había dado; aquel cabrón me había dado. Sin embargo no me miraba a mí, miraba detrás de mí. No esperé a tener otra oportunidad; le arranqué la pistola de la mano derecha y le metí cuatro tiros a quemarropa. No iba a darle otra oportunidad.
No sabía si la sangre que tenía en mi costado era suya o mía, pero me dolía.
Un débil gemido detrás de mí rompió el silencio que había seguido a los disparos. Me giré y vi a la chica en un charco de sangre. De alguna forma, el disparo me había rozado pero la peor parte se la había llevado ella. De su cuello salía a borbotones la sangre roja y brillante. Sin dudarlo, me lancé al suelo e intenté taponar la herida de la chica, que parpadeaba histérica. Me miraba aterrada con aquellos ojos oscuros abiertos como flores negras. Apenas respiraba, pálida, casi transparente. La vida se le escapaba a cada segundo. Intenté hacer presión con la mano izquierda, pero había demasiada sangre. La aferraba fuerte, casi estrangulándola. Ella lloraba. Yo también. Mis lágrimas caían sobre ella, y las de ambos se mezclaban con la sangre que corría entre mis dedos. Era incapaz de evitar que se desangrara. Grité pidiendo ayuda, pero nadie se movió. Estaba solo.
—Ayudadme —imploré. Pero nadie respondió—. ¡Ayúdadme! —grité.
* * *
El sujeto X-4044 estaba anclado en la camilla, atado de pies y manos. Sus ojos se movían fugazmente bajo los párpados. La cicatriz del costado había sanado hacía meses; sus heridas internas, no. Soñaba. O algo peor.
—¿Creéis que ya está preparado? —preguntó Carl, el director del programa, a sus alumnas, mucho más jóvenes. Todas mujeres.
—No. Sus reacciones sexuales lo delatan, todavía es peligroso —respondió una de las alumnas.
—¿Es peligroso sentir, Ada? —preguntó el profesor.
—Sí, cuando pones en peligro las vidas de otros —respondió la más alta.
—Sin embargo no huyó. Podía haberlo hecho, pero esta vez se quedó a ayudar a la víctima. A sabiendas que no podría salvarla. Visteis como sufrió. ¿Qué habríais hecho vosotras en esa situación? —Ninguna dijo nada, aunque el profesor interpretaba sus rostros y sus gestos a placer—. Conocéis su historia. Exmilitar, estrés postraumático, víctima de un matrimonio difícil, hijo de padres separados, malos tratos, malas compañías y cinco años en prisión. ¿No merece otra oportunidad? Chris, ¿qué opinas?
—Hemos mejorado. Hemos pasado de asesinato múltiple, lesiones graves, agresión sexual y robo a tan solo asesinato y tentativa de robo. Pero no es suficiente. Todos los ajustes que hemos hecho para reforzar una conducta sana no son suficientes.
—Estamos llegando al límite. El propio sujeto empieza a ser consciente de la situación. ¿Lo damos por imposible?
Primero la mujer alta, luego la chica que acababa de hablar, luego el resto. Todas asintieron; una a una, todas clavaron la mirada en el suelo. El profesor, resignado a otro fracaso, se limitó a pulsar unos botones, y el preso, marcado en la frente como X-4044, poco a poco dejó de mover los ojos bajo los párpados. Su respiración se fue pausando hasta que el pulso cesó y entró en parada cardiorrespiratoria.
Jimmy Olano
¡Qué fuerte! 8-(
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Por cierto el enlace
http://www.safecreative.org/work/1601056177013-logica-inversa
pone
«La inscripción de registro #1601056177013 no tiene activos servicios de información.»
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Avedon
Varios de los relatos de la web están recopilados en “Histerias ficticias” ;)
http://www.safecreative.org/work/1611069763813-histerias-ficticias
Jimmy Olano
Ya veo, en la misma condición de “Lógica inversa” está “Dulce y mortal”, “El viaje de Ariel” y “Vuelta a casa” ¿dos veces?
Y los del pseudónimo es en serio, así aparece como autor y titular ¿cómo hacen, legalmente, para vincularlo a un DNI? (en caso de violación de derechos de autor)
Avedon
Cuando te abres una cuenta tienes que subir tus datos personales (incluido DNI, etc). Subi varias y luego las junté en una recopilacion (Histerias Ficticias) que engloba 20 historias (ahora 22, porque acabo de subir una edicion con dos cuentos adicionales)