La vida de mi boda

Como fotógrafo lo mío era trabajar con modelos profesionales. Mi esposa no se ponía celosa, sabía que yo era un animal sin dientes. Podía babear mucho, pero nunca morder. Siempre me gustó hacer fotos a personas, desde niño, cuando mi padre me enseñó a usar su cámara réflex. Heredé la tradición familiar de encontrar una imagen que resumiera una vida en una foto, a veces, eso sí, lo que veían las personas retratadas no les encajaba del todo, pero era mi visión de su vida, no la suya. Había publicado algunas fotografías y ganado algún concurso. No obstante, a pesar de mi empeño, siempre gustaban más mis fotos de espaldas, o de lado, que en retratos frontales. A mí, lo que más me gustaba eran los retratos íntimos, cuando más cerca posible del objetivo mejor.

Aquel encargo era algo nuevo para mí: una boda. Se casaba una amiga de la juventud de mi mujer, habían estudiado juntas y como no podían pagarse un fotógrafo, mi mujer se había ofrecido a que les hiciera el reportaje de fotos como regalo. Pero había un problema, aquellos novios no eran nada convencionales, ni tampoco su familia. Nada en aquella boda lo era. Para empezar, se celebraba en una iglesia de barrio, en los locales parroquiales. Por dentro el templo era oscuro y mundano, como un supermercado decorado con vidrieras de Ikea, y bombillas que ansiaban la jubilación. La fiesta, por llamarla de alguna manera, se desarrolló al lado del parking de un supermercado, en unas sillas de plástico y sobre unas mesas vestidas de papel blanco. 

Elegir un día para tu boda forma parte del todo, y en agosto, en Madrid, el asfalto y el sol pueden terminar con cualquier amor. Por si el calor del sol, o la falta de boato no fuera suficiente, en aquella boda no había ni una sola gota de alcohol. Yo estaba indignado, porque una cosa es que no me pagaran, pero que no hubiera vino, me parecía un insulto a cualquier tradición. Mi esposa estaba contenta por no tener que vestirse para una boda convencional. Aquello no lo era, aunque todos ellos eran muy cristianos: la recién casada había pasado parte de su juventud, tras estudiar, en un convento como novicia y él se había traído a media familia de Perú, todos católicos.

La novia era una chica agradable. En otra boda con amigos comunes de mi mujer, había podido charlar con ella durante horas, fue justo antes de meterse a monja. Mi esposa se alegró de que le diera conversación a la pobre, sin novio siempre fue la rara del grupo. No bailé con ella, ni con mi mujer, aquella noche discutimos, no sé ya el porqué. En aquel momento ella me pareció una chica culta, inteligente y divertida aunque muy poco agraciada. Años después, había perdido ese brillo de inteligencia y frescura. El novio era un chico chaparro y tuerto, dicho así parece el comienzo de un chiste: ¿qué hace una chica alta, inteligente y divertida casándose con un inmigrante moreno, bajito y tuerto y sin conversación?

Creo que hice las mejores fotos de mi vida, claro, casi todas por el mismo lado. Era una pareja fácil. Le decía a él: “súbete a ese bordillo”, a ella “siéntate”, “besaos… no, por el otro lado”, “ponle la mano en la cara, con la otra mano”, y lo hacían. No había hecho sesiones de boda, pero mi experiencia con modelos resultó muy útil.  Solo tenías que saber lo que querías y pedirlo de manera directa, sin titubear. A diferencia de mis modelos, esto no me resultaba nada erótico, de hecho, al margen de la composición, la luz y los colores, no había ninguna emoción. Me sentí más profesional que nunca. Ella estaba estupenda dentro de aquel vestido, tanto como pudiera estarlo dentro de un uniforme de cocinera, su profesión, como supe después. Cuando se miraban, lo hacían con cuidado de mirar al ojo correcto y cuando se cogían de las manos, parecía que algunos dedos fueran más cortos que otros.

A pesar de los nervios, me lo pusieron fácil, porque ninguno de ellos se había planteado como serían las fotos de su boda. Cada escena parecía suceder por casualidad, muchas veces motivado por algún invitado que venía y contaba alguna historia. Las bodas se recuerdan por las fotografías, por los momentos preparados con meses y llenos de ilusión. Esta se recordaría por mi talento de retratar cada momento casual y transformarlo. No tuve baile, porque nadie me lo pidió, los fotógrafos somos una suerte de sombra molesta, y mi mujer estaba enroscada en una silla de plástico conversando con una señora que nació en otro continente y tenía cosas muy interesantes que decirle.

Aquella extraña pareja de novios tampoco bailó, quizás porque ella le sacaba una cabeza a él, y él no sabía de dónde cogerla. Quizás porque aquellos zapatos no soportarían ni siquiera un asalto. Bajo la luz mortecina de la iglesia parecían fantásticos, pero sobre el asfalto parecían derretirse como cirios.  Tampoco hubo ramo: la novia tenía algunas flores blancas trenzadas, tres o cuatro, pero quiso quedárselas para sí misma. Es posible que fuera mejor así, no había nadie que quisiera pelear por aquel ramo. Quizás no creían en el amor, o habían desistido de encontrar uno. Mi mujer tampoco tiró el ramo. Hay cosas que simplemente no ocurren y nunca nos preguntamos por qué. Nadie echó en falta el beso de los novios, ni siquiera yo, que ya tenía fotos suficientes de besos a demanda. Entretanto, robé algunas fotos, porque entre la calima del asfalto, a veces encuentras unos labios rojos que brotan, llenos de vida. Privilegios de transformar casualidades.

Volví a verles un año después en el supermercado. Ella había engordado y tenía el pelo convertido en una metáfora, trabajaba de cocinera y él organizaba repartos en una empresa de transportes. Llevaban con ellos un pequeño churumbel de pelo rizado en el carro de la compra, que observaba el mundo como si todo fuera suyo. Sus miradas no habían cambiado mucho, aunque ya sabían que no había que mirar ni al ojo malo, ni al bueno. Las fotos les gustaron, eso me dijeron, pero no fueron capaces de apuntar a cuál les gustó más. Mi favorita era una donde se veían felices. Mi padre hubiera estado orgulloso, era de las pocas imágenes donde se les veía de frente. No preguntaron por mi mujer, quizás ya lo sabían todo, no hubiera sabido qué decirles. Algunas cosas simplemente suceden y nunca nos preguntamos por qué.

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Comments

  • Jose Antonio Sánchez

    5 meses agoReply

    Hola, NIcholas.
    Un relato que va más allá de una simple boda y su sesión de fotos.
    Habla de sentimientos, de momentos en la memoria, del paso del tiempo y la forma en que nos afecta. De cómo personas diferentes pueden hallar cierta armonía en su relación y otras, con más semejanzas, van camino de una destrucción avisada.
    Como antiguo fotógrafo aficionado, hace ya bastante que no cojo la Réflex, precisamente por culpa de una boda, puedo saborear más esa dedicación a capturar en una foto mucho más que lo que ven los ojos, dejar inmortalizados instantes que quizás no sucedieron, más allá de la instantánea.
    Es un bello relato que habla, sobre todo, de la vida. Enhorabuena.
    Abrazo grande.

    • 5 meses agoReply

      Gracias Jose por pasarte y comentar, efectivamente quería hablar de cosas que no se ven, pero que están ahí, en este caso era mas un tema estilístico, un ejercicio literario más que un relato.

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