Álvaro Fernández
Cuando Pablito cerró los ojos y se quedó dormido, su padre estuvo tentado de robarle otra fotografía, otra más de esa larga colección desde que nació hacía cuatro años. Abrazaba a su monito de peluche con dulzura, como si se lo llevara de paseo al mundo de los sueños con él. Dejó el cuento al otro lado de la cama y apagó la luz. Pasó por el pasillo a escondidas para ver cómo Lucía cerraba los ojos y se hacía la dormida. Entró de puntillas en aquel templo de adoración a Taylor Swift y le dio un beso en la frente. Sabía que escondía su móvil bajo el edredón y esperaba ansiosa para contestar los mensajes de sus amigas; aun así, la contempló durante unos segundos, tan bonita, tan joven y a punto de dejar de ser una niña. Suspiró y se deslizó sin hacer ruido hasta la habitación de su esposa. Le esperaba con una sonrisa en los labios. Dejó el libro que estaba leyendo en la mesilla y apagó la luz. Álvaro se acurrucó junto a ella y la abrazó por la espalda. Su olor le reconfortaba y no dejó de abrazarla hasta que oyó sus suaves ronquidos. Esperó varios minutos para asegurarse de que dormía, le dio un beso tierno en la cabeza y se levantó. Fue hasta su despacho, cerrando la puerta tras de sí con el mayor de los sigilos.
Encendió el ordenador. Rebuscó en una carpeta de su iMac. Miró las fotografías de aquella mujer una y otra vez. Carmen Belmonte. Se alimentaba de sonrisas como aquella, de rostros llenos de vida y de ilusiones. Revisó algunos datos, fechas e hizo algunas anotaciones. Tenía la vida de aquella joven en sus manos. Se quitó las gafas y se frotó los ojos. Se santiguó de derecha a izquierda y volvió hacia su dormitorio. De camino, pasó otra vez por la habitación de su hija. Dormía iluminada por la pantalla azulada de su teléfono móvil. Lo cogió de sus manos con cuidado y lo cambió por un último beso de buenas noches.
A la mañana siguiente, Álvaro dejó a sus hijos en el colegio. Como todas las mañanas, bromeó con su mujer en el coche, de camino al hospital donde ambos trabajan. Se separaron en el vestíbulo. Ella no sabía que aquel beso sería el último.
Nerviosa, Carla miró otra vez el móvil. No tenía mensajes. Él nunca llegaba tan tarde sin avisar. Tendría que dar de cenar a los niños y acostarlos, era tarde. Preguntaron por su padre. Pablito quería enseñarle el dibujo que había hecho de un mono. Paula seguía pegada al móvil, ajena al nerviosismo de su madre.
Cuando sonó el teléfono todos dormían. Carla se levantó para cogerlo y a los pocos segundos, el violento llanto de su madre despertó a los niños. Colgó. No sabía cómo decirles a sus hijos que su padre había muerto, solo podía llorar y gemir de impotencia.
Elena Montalbán estaba de mal humor y el café aún no le había hecho efecto. No tenía sentido, como la mayoría de los asesinatos al principio. ¿Qué hace un hombre de mediana edad, con algo de sobrepeso, calvo y de manos delicadas tirado en el callejón de un polígono a las afueras de Madrid? Un disparo en la cabeza, con poca precisión, pero hecho de cerca.
La inspectora Montalbán sabía que había algo diferente en aquel caso. El orificio de entrada de la frente era más pequeño que el que hace un 9mm y más grande que un .22. Sin orificio de salida, parecía un arma corta de poca potencia, pero poco habitual. Alguien quería destruir ese rostro, no solo matar a la persona. Había emociones en aquello. Podía oler la pólvora en la piel del cadáver. Álvaro Fernandez Fernández. Un nombre vulgar y una muerte vulgar esconden siempre algo, rumiaba mentalmente la inspectora.
—¿Qué ve ahí, subinspector Cárcamo? —preguntó Montalbán a su compañero.
—Drogas o chicas. En este lugar no puede ser otra cosa. Quizás un robo frustrado, la cartera parece que se le ha caído a la víctima de las manos, estaba en el suelo, al lado de sus pies.
—Si un oncólogo del 12 de octubre quiere drogas puede conseguirlas con facilidad. En la cartera no falta nada —señaló la identificación que le colgaba del cuello al cadáver.
—Tendremos que esperar al forense a ver que más nos dice.
—¿Han encontrado el casquillo?
—No. Aún no.
—¿Llamaste a su contacto de emergencia?
—Fffff, sí. Menudo palo.
—Déjame adivinar. Una mujer llorando y niños preguntando por detrás ¿verdad?
—¿Como…?
—Mira el anillo y las fotos de la cartera. No lleva condones encima. Pero no descartemos nada todavía. Mira la dirección, vive a poco más de cien metros de aquí, en la Moraleja.
La inspectora se agachó para observar mejor a la víctima. Con la caída, se había roto un botón de la camisa y dejaba entrever el pelo blanco del pecho del muerto. Sobresalía una cruz, pero había algo peculiar y le encantaban aquellos detalles. Sacó una libretita y garabateó algo. Sabía que su compañero la observaba con discreción. También sabía que no miraba sus notas.
Elías Cárcamo
La comisaría de Policía Nacional de Alcobendas estaba lejos de casa. Carla no había podido dejar a los niños con nadie. Sus ojos hinchados y rojos la delataban como víctima en la sala de espera. La niña había perdido doce años de inocencia y madurado de golpe. Pablo, agarrado a su monito no sabía todavía que el mundo podía ser un lugar muy cruel y miraba con curiosidad y devoción a los policías que pasaban de un lado a otro. Al subinspector Cárcamo le encantaban los niños.
—Pase por favor, yo me quedaré con ellos —le dijo a Carla, la madre de los niños, que se aferraba a su bolso.
—¿Seguro?
—Si, sí… no se preocupe —respondió Cárcamo mientras le hacía una monería al niño y se acuclillaba a su lado. Tenía una marioneta en la mano derecha. Agachado como estaba, asomaban unas esposas debajo de su cinturón. Con aquel pelo rizado y la barba rala de niño bueno, no parecía un policía, pero lo era, o eso quería creer la inspectora.
La niña tenía la mirada perdida en el fondo de su teléfono e ignoraba a todos por igual. La inspectora Montalbán acompañó a Carla a su despacho. Había fotos en las paredes, algunas muy antiguas. Otras más recientes. Había policías en todas ellas.
—Siéntese por favor —dijo la inspectora, sabía que aquella mujer estaba pensando que era demasiado joven para tener despacho. Demasiado guapa para ser policía. Estaba acostumbrada a los prejuicios sobre su aspecto, sobre todo en otras mujeres.
—¿Saben algo?
—Aún es pronto. ¿Quiere un café, un vaso de agua? —preguntó despacio, mientras aprovechaba para observar a aquella mujer. Una buena mujer, no había más que dolor en ella, ni dudas, ni certezas, ni arrepentimiento. ¿Por qué las buenas mujeres elegían siempre alguien con secretos oscuros?
Carla negó con la cabeza.
—Quiero que me hable de su marido.
—¿Qué quiere saber?
—¿Qué le gustaba hacer en su tiempo libre?
—No tenía aficiones. Su tiempo libre lo dedicaba a su familia su… —se echó a llorar. Le temblaba la mano que sujetaba el pañuelo de papel, retorcido y arrugado.
La inspectora Montalbán esperó. Sabía que no podía hacer nada y lo que tenía que preguntarle era difícil, pero debía hacerlo. Aprovechó para observar más detalles de aquella mujer. No se sentía mal por hacerlo, era su forma de ayudarla, la única que se le daba bien.
Carla Orozco, 45 años. Enfermera del mismo hospital que su marido. Veinte años juntos, se conocieron en unas prácticas cuando él tenía veintiocho años. Todo eso lo sabía de sus compañeros de hospital. Él era posiblemente el mejor Oncólogo de España. Venían de todo el país para tratar casos difíciles, incluso del extranjero. Un historial intachable, nada de faldas en el trabajo. Trataba con las farmacéuticas a través de un comité y jamás había aceptado ningún regalo. La inspectora sabía que había sido alguien inteligente y metódico.
—¿Tenía algún problema?, ¿algún bache?
Carla negó con la cabeza, no podía hablar.
—¿Bebía?
Volvió a negar.
—¿Se ausentaba por las tardes, fuera de horario laboral?
—Alguna vez, trabajaba mucho más allá de su horario oficial.
—¿Dentro del hospital?
—Sí.
—¿No hacía visitas?
Negó con la cabeza. Cuadraba. Un hombre entregado a su trabajo y a su familia. Adorado por ambos. Don perfecto. Pero no lo era. Montalbán lo presentía, aunque no hubiera ninguna pista aparente.
—¿Nunca tuvo una aventura en veinte años?
Frunció el ceño sorprendida y luego lloró de nuevo. No, no había tenido ninguna aventura. Álvaro mentía bien. Demasiado bien.
—¿Y de su familia?
—Murieron.
—¿No tenía más familia?
—No. No le gustaba hablar de su pasado, decía que le avergonzaba. Que su padre había sido un tirano y que pegaba a su madre. El resto de su familia nunca les ayudó. No hablaba nunca de ellos.
La inspectora asintió mientras apuntaba todo en su libreta.
—Hemos pedido un listado de sus llamadas, la mayoría las tenemos identificadas, pero aquó hay un número que no identificamos: 628548233, en su teléfono solo pone “Xoan”, ¿sabe de quién puede ser?
—Ni idea.
Olía a podrido en algún lugar, pero todavía no sabía de dónde salía ese olor. La inspectora sacó una tarjeta negra con letras rosas de una bolsa de plástico y se la enseñó. “El paraíso de Lola”. No se veía, pero marcado con un bolígrafo por detrás, sobre el negro, había un nombre grabado “Sarah”.
Perplejidad. Miedo. Pena. Duda. Nada de ira, rabia o disgusto. No sabía nada, no le encajaba.
—Es de un club. Estaba entre los papeles de su marido, en su casa. ¿No le suena?
—No. Él no era así. Habrá una explicación, se lo aseguro.
—Siempre la hay —añadió Montalbán, pensando en todos los hombres perfectos que se habían ido descomponiendo tras escarbar en sus vidas. Secretos, mentiras y oscuridad tapada con mas secretos y mentiras. Aquella mujer parecía venir de otro planeta, donde eso no existía. La envidiaba. Aquella mujer estaba llena de dolor, pero sobre todo de recuerdos hermosos. Montalbán solo recordaba mentiras y vicio, máscaras y miradas oblicuas. Necesitaba sacar todo a la luz para secar aquel olor.
El paraíso de Lola
Elena Montalbán sintió la presión de la mirada de aquella mujer entrada en años. Mirada de subasta, de supermercado. Lo que más detestaba una madam era a una mujer joven y guapa llamando al timbre sin cita previa. Si era la mujer de un cliente, significaba problemas, cuanto más guapa y segura de sí misma, más problemas. La inspectora se irguió aún más sobre sus tacones de seis centímetros cuando le mostró su identificación de policía judicial. Sabía que no cuadraba en el ecosistema social de aquella mujer, y eso le encantaba. Hablaron en un saloncito. El saloncito de las visitas, ahí se sentaban los hombres viendo desfilar a las chicas. Ella lo sabía. Jugó a buscar las cámaras ocultas.
—No me suena —dijo la madam al enseñarle la foto de Álvaro.
—¿Quiere que preguntemos a sus chicas?, ¿quiere que mis compañeros entren y pregunten a los clientes?
—¿De qué me habla? ¿Qué clientes?
—¿De verdad quiere jugar a esto? Soy policía judicial, esto es un caso de asesinato.
La mujer resopló, miró hacia abajo y volvió a mirar la foto.
—Sara, acabado en hache —dijo la inspectora.
Sabía que los nombres de las chicas eran códigos. No era lo mismo Sara que Sarah o Saray. La madam asintió, desvió unos segundos la mirada arriba a la derecha.
—No recuerdo bien al hombre. Vino un par de veces. Siempre con la misma chica, Sarita la llamábamos. Duró poco. Española, joven.
—Quiero su teléfono.
—No puedo…. —dudó y al ver cómo la miraba Montalbán cambió de idea — espere aquí un momento.
La inspectora odiaba aquellos sitios. El olor a perfume, las miradas ocultas, la soledad impregnada en cada cortina, en cada cojín y la decoración espantosa de aquel lugar para ocultar todo aquello. La madam volvió con una agenda de papel que pasaba demasiado, llena de secretos.
—Apunte: Lucía, 6284…
Lucía Echevarría
Estudiante de último curso de Económicas. Alta, guapa y discreta. Parecía la clásica historia de una chica adoptada por un cliente que deja el club y se convierte en su amante ocasional.
—¿Lucía Echevarría?
La miró extrañada.
—¿Podemos hablar?
—Ahora no tengo tiempo…
La inspectora le mostró el carnet, sin decir nada. Quería ver esos míseros segundos que tarda el rostro en componer la máscara. Temor. Duda. Vergüenza.
—Vayamos a un sitio más discreto.
Salieron al parque y se sentaron en un banco apartado. En el trayecto la inspectora vio cómo aquella chica se hacía más y más pequeña.
—Usted dirá —dijo nerviosa, sin poder evitar mirar a su alrededor.
—¿Conoce a este hombre?
Sorpresa. Agradable sorpresa. Duda.
—Sí, ¿por qué?
—Ha muerto.
Pena. Dolor. Mucha pena. Sí, le había cogido cariño. La trataría bien, parecía un hombre tranquilo, sin vicios extraños. Solo querría tener a su lado a una chica joven y guapa, su mujer ya no lo era. Los ojos húmedos de Lucía barruntaban lluvia de lágrimas.
—¿Qué relación tenía con él?
—Es… difícil de explicar.
—¿Se acostaba usted con él?
La inspectora vio sorpresa en sus ojos. También cansancio y vergüenza.
—No… no lo entiende.
Lucía rompió a llorar.
—¿Era su padre? —aventuró la inspectora, segura de que aquel hombre debía de tener un secreto turbio.
Lucía rompió a llorar.
—No… no… no.
—El club de Lola, ¿le suena?
—Sí. Imaginaba que vendría por algo relacionado con eso. Lo dejé hace un año. Álvaro me convenció. Pero él nunca me tocó. No, no… dios mío, ¿qué le ha pasado?, pobre hombre.
Había lágrimas reales en sus ojos. Muy parecidas a las de su mujer. La inspectora no podía entenderlo.
—Explíquemelo por favor.
—Tuve cáncer. Él fue mi oncólogo. Se empeñó en salvarme. Tengo una propensión a… da igual, es complicado de explicar. El caso es que él me convenció para que dejara la prostitución, me dijo que por mi genética me mataría el VPH antes de los treinta. No solo me curó, me sacó de aquel mundo.
—¿Cómo?
—No lo sé, se empeñó. Me encontró y venía a visitarme al club, se tiraba horas hablando conmigo. Convenciéndome de que dejara aquello, de que tenía una vida por delante. Aquel hombre jamás me tocó…. dios… Me trató como si fuera su hija. Mi propio padre jamás hubiera hecho lo que hizo él.
Se puso a llorar, igual que su mujer. Igual que su hija. La inspectora dejó a Lucía y aprovechó para dar un paseo por las avenidas de la ciudad universitaria. Estaba frustrada y malhumorada, sentía rabia, le hubiera encantado que aquel hombre fuera otro pobre desgraciado más. No podía aceptar que no hubiera nada turbio detrás de aquello.
(Continuará)
Miguel Angel
Me encanta. A mí ya me ha enganchado. Me parece más fresco y ligero de leer que tus relatos con ambiente cyberpunk (que también me gustan). Tengo mucha curiosidad por ver como encajas en el relato esa dosis de inteligencia artificial que dices que tendrá la novela final.
Avedon
Gracias Miguel Angel por comentar. Prometo más entregas en breve :)