Hay días, pocos, en los que recuerdo el placer que sentía haciéndome daño en las manos al pegarle a algo. La mejor forma de no sentir dolor es provocándoselo uno mismo, aunque sea de otro tipo. Confieso que he pensado en mil maneras de hacerme daño y ya sabéis que tengo una imaginación poderosa. Todos tenemos marcas, algunas se ven, la mayoría no, al igual que todos hemos golpeado algo presa de la furia por un desamor, una injusticia o algo que sencillamente ha pasado y ya no tiene vuelta atrás.
Arrepentimiento, angustia, impotencia. Todo conduce a ese momento donde dejas de percibir la realidad y entras en un túnel donde parece que puedes oír tus propios pensamientos. Tus voces, todas ellas, en un rumor sordo que no te deja pensar. El corazón bombea con malicia y tu ángel guardián huye como el miserable que es. Quieres destrozar algo, necesitas que alguien sepa que no, no y no o que sí, sí y sí. Gritas tan fuerte como para que se pare el mundo. Partes algo. Lo aplastas y los añicos caen inertes a baja velocidad, flotando. Tus fosas nasales se dilatan y crees identificar el aroma metálico del oxígeno puro. Durante unos segundos parece que has ganado, pero lo que hueles es la sangre de tu propio cuerpo y el mundo sigue girando y eso te cabrea tanto que quieres partir la realidad en dos. Quieres que se pare, te mire a los ojos y te pida perdón. O por lo menos, que deje de ignorarte. Quieres sangre, sea la de quien sea. Oyes un chasquido y algo que se parte.
La vena sigue palpitando en tu cuello y los segundos pasan y no hay cadáveres. La Tierra sigue girando pese a ti y todos los patéticos hombrecillos con sus insígnificantes problemas. La ley de la gravedad es mucho más importante que tú y cuando saltas intentando patear algo, te caes y te haces más daño. Te preocupa haberte roto un hueso y el nuevo dolor sustituye al anterior, entonces descubres que sigues vivo y vuelves a recordar que al universo le das igual. Respiras y no puedes evitar respirar de nuevo, aunque no quieras. Ni siquiera tienes el control de eso. Parpadeas y juegas a pensar que eres el dueño de ti mismo, pero tus propios pensamientos te delatan. Tu cabeza no te hace caso, tus ideas se persiguen como un perro rabioso tratándose de morder la cola atrapado. Dentro. De. Tu. Cabeza. Abres los ojos y vuelves a respirar. Ya no te quedan ganas de gritar. Sabes que has perdido. Otra vez.
Miguel Barrios Payares
Bella descripción de una sensación. Qué bueno que lo pongas en palabras y que sea otro tipo de material para este sitio.
Buen día.
Avedon
Gracias Miguel por pasarte y comentar, ¡bienvenido!
Jose A. Sánchez
También está el placer de leer algo que describe lo que sientes.
Son palabras en otra boca, pero son tus mismos gritos.
;)))