La insignificancia de la pluma de un extraño

Los pasillos de un hotel de cinco estrellas tienen algo especial que no tienen otros lugares. Su luz es diferente, pretende no estar allí, no molestar, de manera que la vida en su interior fluye sin encontrar resistencia, ni siquiera una presencia. Todo el lugar está pensado para perderse si uno quiere: pequeñas salas abiertas donde sentarse y estar sin estar, pasillos escondidos a la luz y el tiempo, y azoteas sin personas que las visiten. El hotel tiene su propio olor, y su propio y particular sonido, fruto de esos escondites. Así que cuando entras, todos tus sentidos le pertenecen.

Sus primeros días transcurrieron como suele suceder con alguien como él. Los trabajadores que llevan varias temporadas han visto a personas parecidas: clientes de larga duración en temporada baja, clientes que prefieren vivir en un hotel que en dondequiera que esté su casa. Durante ese tiempo, el hotel es su hogar y los empleados, somos una suerte de familia para ellos.

Aquel cliente era callado, como casi todos los de su edad, aunque su mirada estaba siempre fija en otro lugar. Tenía la sonrisa suave de alguien educado y muy reservado. Todos sabemos que un trato demasiado personal le molestaría y manteníamos las distancias de manera cordial. Era amable, exigente y, sobre todo, previsible. A los tres días, todos los camareros sabíamos que no quería café de termo, solo un expreso doble con azúcar de caña. Siempre removía el café con varios giros de su mano derecha y terminaba con dos toques en la cucharilla. Vaciaba la mitad del sobre de azúcar y el otro lo dejaba en el platito, con el papel retorcido. Siempre esperaba un par de minutos para empezar a tomar el café. Las canas de su barba hacía tiempo que habían invadido por completo su espesa cabellera que todavía pugnaba por mostrar algunos rizos rebeldes y negros. Vestía siempre de riguroso negro, con un abrigo largo que parecía ajeno a las modas y los tiempos modernos.

Las camareras del hotel apenas tenían trabajo con él. Podrían jurar que aquel hombre era un vampiro o un insomne, si no fuera por algún que otro cabello que dejaba en las sábanas y porque siempre colocaba las almohadas en un orden diferente al que el establecimiento había determinado. El baño siempre estaba impecable, al igual que su armario, que contenía solo ropa de color negro. Tres camisetas negras, dos pantalones negros, una camisa negra y unos botines negros. Nunca le vimos bañarse en una piscina, ni usar el gimnasio.

Cuando pasó la temporada de vacaciones, los viejos del lugar se quedaron sin referencias. Aquel personaje apenas haría cambiado de indumentaria, paso a llevar sombrero y una bufanda roja, además de aquel largo abrigo, pero sus largas jornadas de lectura en el sofá de cuero de la sala más recóndita del hotel permanecían intactas. 

Nadie sabía de dónde sacaba los libros, pero cada semana, volúmenes nuevos pasaban por sus ojos y sus dedos. También seguía pidiendo con una amabilidad exquisita folios a la recepcionista de noche. Folios que empleaba para escribir, cada noche, a mano, con una estilográfica plateada y negra. Lo de la estilográfica lo había visto una de las limpiadoras. Aunque guardaba con celo todas sus cosas en la caja fuerte, la chica había visto una caja de cartuchos de tinta y solo tras buscar en internet, descubrió que se trataba de una exclusiva marca japonesa de estilográficas que usaban sus propios cartuchos de tinta.

Nadie se extrañó cuando el viejo gato negro del hotel se encariñó con él. Era un gato tuerto y flaco, con una oreja rota y los bigotes canosos, como aquel extraño. Una noche, como otra cualquiera, aquel animal ronroneaba   en su regazo mientras leía. Desde entonces no se separaron. La dirección había intentado deshacerse del animal, pero siempre terminaba por volver. Los jardineros tenían que recoger sus excrementos, pero aquel animal era la única alma verdaderamente libre del lugar.

Pasaron meses después de las primeras semanas hasta que, por fin, el extraño tuvo una visita. Una chica joven, discreta y atractiva, envuelta en un larguísimo abrigo que preguntó por su nombre de pila en recepción. Los que llevaban tiempo, volvieron a sorprenderse, las mujeres guapas que visitaban a los huéspedes no tenían aquella aura de melancolía profunda.

Después de aquella visita, vino otra, y después de aquella, otra más. Nunca la misma, todas diferentes, siempre muy atractivas y discretas, escondiéndose a la vista de todo el mundo. Después de aquellas visitas, y con la llegada de la primavera, de nuevo la soledad, las largas sesiones de lectura y los silencios a la hora de la cena. Sopa de pollo los lunes, pechuga de pollo a la plancha los miércoles, a veces los martes podía ser un huevo, pero los sábados y domingos no cenaba.

El cambio de año no trajo nada nuevo. Corrió el rumor acerca de algún cambio en el contenido de su armario. Una camisa negra, una chaqueta gris y unos pantalones vaqueros apretados. Algunos dicen que vieron unas viejas zapatillas. Pero fue la guitarra lo único novedoso: ¿dónde la había escondido hasta ahora? Nadie le había oído tocar, pero la guitarra sí que cambiaba de posición. A veces estaba en una funda, a veces fuera, apoyada con mimo en la pared.

Pasó un año y el extraño dejó de serlo oficialmente, para formar parte del hotel. Hasta le hicimos una tarta por su cumpleaños, a principios de enero. Se volvió como el resto de la decoración, en su lugar preciso, discreto y sin grandes contrastes. Surgieron rumores, que decían que una vez, una camarera le había oído cantar y su voz era totalmente diferente a la que usaba para dar los buenos días o para pedir una copa de vino, siempre tinto, aunque hiciera un calor sofocante. En verano, cuando el calor apretaba, los jardineros escuchaban unos acordes de guitarra y una voz ronca, casi inaudible, que cantaba algo sobre almas perdidas o sobre el amor. Los jardineros eran como las limpiadoras, hablaban más de lo que creían ver o escuchar que de lo que realmente habían presenciado.

Una limpiadora dijo que una vez había visto un trozo de papel manuscrito flotando en la taza del retrete. Había notas musicales en ella y letras de una canción que no pudo leer, pues la tinta azul se disolvió en agua ante sus ojos, como si huyese de algo.

Una noche escuchamos llantos en su habitación. Fue la primera vez que entendimos de verdad lo extraño que era aquel tipo. Habíamos visto de todo, pero nunca llantos como aquellos, que alternaban canciones con aullidos de tristeza. Todos los que estábamos de turno de noche nos rotamos para conocer el desenlace, observando sigilosamente la puerta de la habitación y poniéndonos al corriente por los walkies.

Pasaron horas, hasta que sobre las seis de la mañana una chica de veintitantos años salió de la habitación. Había signos evidentes de lágrimas en su rostro, que habían dejado marcas de rímel, destrozando su maquillaje que se desmoronaba mezclando rojo y negro.

Se subió a un taxi y desapareció. No se supo más de ella. Esa misma mañana, el huésped desayunó su café, como todas las mañanas. Por la tarde, se le pudo ver leyendo en su banco favorito con el gato rondándole.

Ninguno sabíamos dónde terminaban todos los libros que leía. Alguien sugirió que eran de una biblioteca cercana. Una limpiadora ojeó uno de ellos y no encontró marca alguna, más allá de una dedicatoria en inglés, firmada por una mujer. Todos parecían nuevos y al cabo de unos días desaparecían sin dejar rastro de su habitación, lo mismo que las hojas y hojas que garabateaba con su estilográfica prácticamente cada noche. Cada semana pedía algunos folios en blanco, pero nunca vieron ninguno en la papelera. Con el tiempo todos vimos la famosa pluma. Nunca pidió prestado un bolígrafo, siempre escribía a mano con aquella pluma, sobre la cubierta de un libro o en una mesa. Cuando lo hacía y su mirada se cruzaba con alguien del hotel, parecía un ciego escuchando una canción que nadie más podía oír, pero que él llevaba con el pie derecho.

Todos los clientes de aquel exclusivo hotel tenían dinero y la mayoría venían con otras cargas. Manías, excentricidades, malos modales o todo lo contrario. No pocos visitantes que venían solos acababan trayendo compañía, pero se limitaba a una o dos noches. Era el juego favorito de la gente del turno de noche, intentar averiguar qué mujer se dedicaba profesionalmente al sexo de pago. Pero no, no era un hotel de esos. No era un hotel de paso, de trabajo, era un hotel vacacional, familiar, con su bosque interior, con sus docenas de estanques y sus pájaros piando, ajenos a la jaula que nos envolvía a todos. 

Mujeres, siempre eran mujeres. No siempre eran jóvenes, no siempre eran guapas, pero todas tenían en común algo muy particular: su mirada. Tenían la misma expresión. Alguien lo dijo de broma, pero supimos rápido que había algo de cierto en aquello. Todas podrían pasar por hijas suyas. La más joven podría tener poco más de veinte, la más mayor, cercana a los cincuenta. Sí, podrían ser hijas suyas, todas parecían estar contemplando en silencio un mundo diferente al nuestro, resignadas a vivir en un mundo que no les pertenecía. Además compartían otro rasgo que las diferenciaba: su voz. Aunque cada voz fuera diferente, había algo imposible de describir que las unía.

Más tarde surgió la teoría de que fuera una secta y aquel hombre su líder. Fueron muchas teorías, a cuál más estúpida. Pero los que habíamos tratado con él, sabíamos que no había nada turbio en aquellas visitas. Hasta la noche del eclipse de luna llena.

Aquella noche a finales de noviembre el hotel estaba bajo mínimos. Otros hoteles hubieran cerrado, pero nuestra reputación no nos lo permitía. Aquella noche el huésped tuvo otra visita. Tendría algo menos de treinta años. Alta, delgada, de pelo largo y piel pálida. No se quedó en la habitación, como el resto, sino que se sentó en el piano del hotel, con el huésped a su lado. Solo lo vio un testigo, un camarero que estaba buscando una caja de copas nuevas en un almacén, un piso por debajo del salón del piano. Los vio por el hueco de la escalera y se quedó a escuchar.

El camarero describió la escena como algo irreal. La chica comenzó a tocar el piano. Tocaba bien, pero aquello no importaba. Fue su voz. Comenzó a cantar una canción en un idioma que no reconoció, una canción triste y que le recordó a su infancia, pese a no entender la letra y lo que decía. Aquella chica tenía una voz intensa, suave y lenta, como el chocolate caliente. Aunque el testigo aseguró que nunca había escuchado esa canción, podría reconocerla sin duda si la volvía a oír. El camarero solo me lo dijo a mí, me dijo que a pesar de no entender una sola palabra, no podía parar de llorar. La canción era increíblemente hermosa, y triste. 

Aquel fue el último invierno. El viejo gato desapareció para no volver jamás. El huésped dejó de tener visitas, salvo contadas excepciones, y poco a poco sus costumbres dejaron de ser tan predecibles. Dejó de tomar vino tinto, y empezó a beber agua con gas. Dicen que una vez una camarera escuchó al viejo cantar y se quedó muda por una semana. La despidieron, pero aquel caballero misterioso habló con la dirección para que la readmitieran. Ella se negó a contar lo que había visto o escuchado, pero algunas personas le vieron pegar la oreja a la habitación del huésped, la 507.

Al final del invierno, el cambio en él era notable: su pelo se había vuelto totalmente blanco y su expresión era cada vez más dócil. Incluso se dejó una partitura manuscrita con anotaciones de una canción en inglés en el bar. Su letra era aplanada y extraña, y sus notaciones de solfeo incomprensibles, incluso para el pianista aficionado del hotel, mi amigo el camarero que había presenciado la escena de la chica del piano.

Antes de acabar el año, el huésped murió en su habitación, igual de solo que había vivido. En total había vivido con nosotros algo menos de tres años. Muchos de los empleados habían empezado a trabajar ahí cuando él ya era parte del lugar. A nuevos y veteranos, a todos nos afectó, y nos dimos cuenta de que aunque invisible, su ausencia dejaría un hueco imposible de llenar. La habitación 507 recibió muchas visitas, para arreglar la moqueta, las puertas de los armarios, limpieza especial y otras excusas para ver en persona aquel lugar. Pero por más que todos buscaron respuestas, nadie encontró nada, salvo una guitarra de madera y cuerdas de metal. La caja fuerte no se atrevió a abrirla, pues el director había firmado ante notario que solo una persona podría ver su interior, tras su funeral.

Su nombre extranjero era desconocido para todos, pero en su funeral, los que fuimos, pudimos reconocer a algunas de aquellas mujeres, vestidas de otra manera, con peinados diferentes, incluso con rostros algo cambiados. Todas conservaban parte de esa mirada perdida y triste, pero lo más importante, ahora sabíamos quiénes eran casi todas: estrellas muy conocidas de la música: cantantes de pop, de rock, de diferentes estilos. Todas aquellas mujeres que lo habían visitado parecían estar ahí, y lamentar su muerte. No hubo discurso sobre la vida o la obra de aquel hombre. Una de las mujeres se levantó y explicó que su última voluntad sería leer en voz alta su última canción. Aquella mujer parecía diferente a las demás, su rostro sombrío parecía no querer estar allí.

 

Contemplo la luna,

tan muerta y tan hermosa,

cada noche saltando hacia mi cama,

sin preguntas,

sin respuestas,

casi siempre imperfecta.

Me basta con acariciar un gato,

o dejarme susurrar por el viento,

y saber que la belleza que contemplo

es efímera como la sonrisa de un niño.

No es que no quiera,

no sepa o tenga miedo,

no es pereza o desidia,

son muchas muertes detrás,

muchas bocas desdentadas

que conocen la diferencia entre

morder el anzuelo o dejarlo ir.

A veces me sonríe,

a veces se esconde,

como tú, que fuiste mi cosmos,

y ahora me esperas fría,

en otra cama diferente a la mía.

Por tu culpa ahora veo,

donde otros no ven,

tengo sueños

en vez de estar dormido,

sueño con estar vivo,

en un lugar fuera del tiempo,

bajo unas escaleras,

en medio de todo,

escondidos en ningún lugar,

viviendo una vida,

después de la vida.

Abre la puerta, soy yo,

perdona el retraso,

perdóname,

estaba perdido,

pero ya encontré el camino,

el camino a casa,

el camino a ti.

Al día siguiente, la mujer que había leído el poema preguntó por el director. Tenía un acento extraño, del norte de Europa, o quizás del este. Debía presenciar las últimas voluntades de su padre, que en resumidas cuentas consistían en asistir a la apertura de la caja fuerte y recoger sus enseres. Vino con un chófer y en el hotel todos sabían reconocer a alguien que tenía mucho, muchísimo dinero.

La caja fuerte contenía un taco de folios, todos manuscritos en azul claro y con una pulcra caligrafía, aunque confusa por las anotaciones y las notas musicales. Dentro de la caja, metida en una sencilla caja de cartón, estaba el resto de posesiones de aquel huésped: una estilográfica negra y nacarada, un teléfono móvil antiguo, una cartera y una foto enmarcada donde se podía ver a una niña pequeña y a una hermosa muchacha. El rostro de la mujer había cambiado desde que se había tomado aquella foto, pero aquellos ojos azules y el cabello azabache eran idénticos después de tantos años.

—¿Qué hacemos con la ropa? —preguntó el director del hotel.

—Podéis regalarla, o tirarla, me da igual.

—¿Y esto? —dijo el director señalando el taco de partituras.

—Quemadlas. Por favor… yo no puedo.

El director la miró extrañado, intentando decir algo lógico.

—Están malditas. Como él.

Y así se hizo. Desde entonces todos los años vienen dos o tres visitantes a preguntar por el viejo compositor, así lo llaman. Todas son mujeres, y todas preguntan por lo mismo, por las partituras. Todas rondan por los pasillos, buscando algo alrededor de la habitación 507, cualquier sobra de aquella magia perdida. Pero ninguna la encuentra. Pasaron meses, y todo volvió a la normalidad, excepto por mi amigo el camarero que dejó su trabajo en el hotel para dedicarse a su pasión. Ahora toca y canta en otros hoteles, y dicen que va a grabar un disco con una discográfica importante. Todos sabemos lo que pasó, pero nadie quiere decirlo, al fin y al cabo el director se comprometió y los que conocimos al viejo, tenemos muy en cuenta lo que dijo su hija. Los nuevos no lo entienden, se creen que esta es otra historia de esas que se cuentan a los nuevos cuando entran.

El gato volvió, y se trajo una compañera; a veces se les ve, debajo de una escalera, juntos y silenciosos, como otra parte más del hotel. A los nuevos les decimos que les dejen en paz, que se han ganado el derecho a estar ahí.

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Comments

  • 7 meses agoReply

    El relato está basado en un lugar real (un hotel de Cádiz) y la imagen de portada la generé con Midjourney cuando publicaba el artículo en el blog (las últimas portadas las estoy generando todas con IA), mi personaje era mucho mas bohemio, algo mas alto y delgado, mas moreno y algo más joven, pero creo que aún asi cuadra bastante.
    Gracias Jose Antonio por pasarte y comentar, y sobre todo por disfrutar.

  • 7 meses agoReply

    Gracias a ti por pasarte y disfrutarlo Marlen (y dejar testimonio).

  • Marlen Larrayoz Aristeguieta

    7 meses agoReply

    Y los días van pasando, como si no pasara nada, como si una fina seda fuera cubriendo los actos cotidianos, como si un día se pareciera tanto al siguiente, que no pudieras diferenciarlos. Sí, los días van pasando y el viejo sin nombre nos va amaestrando como amaestra al gato tuerto y flaco, con una oreja rota y los bigotes canosos. Sin hacer nada, nada más que existir. Que ya es bastante.
    ¡Maravilloso relato! ¡Me encantó! ¡Muchas gracias por el viaje, Nicholas!

  • Jose Ant. Sánchez

    7 meses agoReply

    Perdón, se me quedó una curiosidad sin comentar.
    Qué fue primero, el relato o la ilustración que encabeza la entrada. Hacen un maridaje perfecto. ;)

  • Jose Ant. Sánchez

    7 meses agoReply

    ¡Sublime!
    Un relato que rezuma dulzura y tristeza a partes iguales. Que emociona con el tacto y el cuidado con que juegas con cada descripción, con cada adjetivo.
    Al principio nos haces creer que es un hotel como cualquiera que hayamos podido visitar en alguno de nuestros viajes; más tarde nos descubres que es un sitio especial, porque los protagonistas lo hacen especial: el anciano compositor y el narrador. Ambos se confabulan para hacer de la intriga su mejor instrumento de narración.
    El ritmo cadencioso de la crónica parece seguir las pautas de las composiciones del anciano. Sin embargo, no por eso decae o hace notar la extensión del relato. Al contrario, te lleva sin darte cuenta a un final que te deja con más preguntas de las que la historia plantea.
    Me encantó. Es de esos relatos que me dejan con una deliciosa e involuntaria sonrisa y con las ganas de releerlo para sacarle todo su jugo, porque, además, te la da la sensación de que te has dejado muchas cosas por leer.
    Enhorabuena, Nicholas. ¡Qué gran placer leerte!
    Abrazo grande.
    ¡Qué buena suerte que me vuelvan a llegar las notificaciones de este rincón!

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