La funcionaria

Fragmento extraído del cuaderno 1, página 6.

Venía jadeando, siempre tarde, como si la vida la persiguiese. La conocí en un curso. Lo primero que dijo sobre ella fue su nivel en la escala de funcionaria. Lo repitió tres veces en diez minutos, con esa mezcla de orgullo y vergüenza de quien no sabe si disculparse o presumir. Supo que existía porque la escuchaba, por nada más. 

Sus manos eran nerviosas, gruesas, de dedos cortos y uñas roídas. Sus ojos compensaban todos sus defectos, eran preciosos, como mirar al mar en un día nublado. Claros y oscuros a la vez. En ella había muchas cosas que no encajaban. No era una grieta en el borde de una taza, sino un asa enorme en una taza torcida. Olía a suavizante rancio, a coche cerrado y a ansiedad en aerosol. Sudaba sin moverse, y su cuerpo, aun debajo de la ropa, se revolvía incómodo por existir. No podía parar quieta, y siempre andaba jugando con su pelo teñido a parches, agarrado con gomas de propaganda. Decía que tenía hijos, marido, hipoteca, ansiedad, tiroides. Todo lo decía como si fueran medallas de una guerra en curso. 

Nunca supe por qué le caí bien. Quizás porque hablaba poco y escuchaba todo, como un cubo de basura sin tapa. Su coche era una tienda de campaña emocional: bolsas, ropa nueva sin abrir, tickets caducados, envoltorios de chocolatinas usados y restos de patatas fritas. Se reía de sí misma, como si estuviera en prácticas. Pero nadie se ríe igual dos veces. Ella sí. Su risa sonaba como una grabación vieja: siempre igual, siempre hueca.

Nunca me miró. Ni una sola vez. Solo hablaba. Me atravesaba sin verme. No quería saber quién era yo o por qué la escuchaba. Ni siquiera cuando la desnudaba podía parar de hablar. Sus pechos eran pequeños y agarrotados. Tras la puerta de aquella habitación escondida del mundo, se transformó, como una flor nocturna, deforme y orgullosa de sobrevivir tanto tiempo en la oscuridad. Su piel cetrina no era suave, era cuero brillante. Sus músculos, cuerdas, su cuerpo entero estaba apresado en su cabeza. 

Mis manos soltaron, desde la nuca, aquellos garfios. Sin mirarme, por fin empezó a sentirme a través de las puntas de mis dedos, de mis antebrazos, de mis codos. Primero suspiros. Luego gemidos, después llanto, hasta que al fin, supo que estaba allí. Me llamó por mi nombre. Siempre de espaldas. No pude ver aquellos ojos caer el abismo y volver mientras su cuerpo se quebraba varias veces, rendido de placer y vértigo, mientras el sudor resbalaba por los vértices de su carne. Sentí con mi cuerpo desnudo cómo aquella flor de noche se iba quedando rígida, pétalo a pétalo, hasta que el silencio volvió. 

Su piel se volvió pálida y suave. Sus ojos, ahora sí, estaban más cerca de las nubes que del mar. Grises, despejados y en paz. Cerré sus labios y los besé, ahora que estaban mudos. Ya no había risas. Ahora me veía, de verdad.

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