La ejecutiva

Fragmento extraído del cuaderno 1, página 13.

Estaba en esa edad en que se decide que lo mejor ya pasó. Tenía unos ojos perplejos que me miraban desde la altura de su metro ochenta y tantos. Caminaba embutida en una falda mínima, haciendo equilibrios sobre tacones imposibles. Parecía más una actriz interpretando su papel que una mujer de carne y hueso. Sus pechos asomaban, obligados, sobre los bordes de la chaqueta. Todo en ella parecía forzado: su voz, el maquillaje, sus gestos. Algo en ella conmovía a pesar de todo. Encerrada dentro había una niña. Atrapada hace mucho tiempo. Nada en su cháchara ofrecía pistas de qué ocurrió o cuándo. No solo me pasaba a mí, el resto también se sentía atraído por su mirada. Unos decían que era de loca, otros que iba puesta. Puede que ambas cosas, pero para mí, era una llamada de auxilio de la niña pequeña en su interior que gritaba… ¡sacadme de aquí! ¡Por favor!

A las mujeres como ella siempre les he resultado atractivo. Las mujeres altas necesitan un hombre más alto que ellas. Un hombre que no las mire desde abajo. Un hombre que las pueda levantar en volandas mientras las besa. Las mujeres que compraban, que elegían, que decidían, estaban solas. La jefa necesita encontrar a alguien que no pueda dominar. Alguien que no entienda, alguien que la sorprenda.

Dejarle aquel ramo de rosas negras en la puerta de su hotel fue fácil. Besar aquellos labios carnosos, también fue fácil. Hacerle el amor no lo fue. Se empeñaba en mandar, y yo en llevarle la contraria. Sudamos hasta que se dejó llevar y la acompañé hasta el fondo de las sábanas, donde se durmió. En aquel rostro dormido se asomó la niña que aún vivía en su interior. Al despertar, sin aquel maquillaje, con el pijama improvisado de mi camiseta, despeinada y miope, la niña me dio los buenos días. Pero cuando le traje el desayuno, ya se había escondido, y la cháchara inagotable de su ego volvió a asediarme. El tatuaje en sánscrito de la parte baja de su espalda no me decía nada. Solo eran palabras vacías, pero la agarré con fuerza para darle lo que necesitaba de mí. Tuve que renunciar a mi placer para que ella obtuviera lo que ansiaba.

Se levantó, todavía temblorosa, para abrir el balcón de par en par. Más allá estaba la ciudad, con sus ruidos. No le importaba mostrarse desnuda e imperfecta ante la luz del amanecer. Caminaba como una niña torpe por la alfombra, pero se tiró a la cama a mi lado con el cigarro encendido. Sabía que el sensor de humo no pitaría. Hablamos. No recuerdo de qué, estaba embobado con aquellos ojos, mientras pensaba si usaría el cuchillo de sierra nuevo para cortarla en pedazos o la enterraría intacta. Sus ojos no eran de loca, ni estaba puesta, aunque sí, encontré coca en su bolso. No, no era eso. Tenía ojos de ciervo. Lo supe nada más verla. Supe que tenía que llevarla al bosque donde todo empezó.

No todos los hoteles son iguales. Los buenos hoteles te engañan: te hacen creer que estás solo. Están pensados para hacerte creer que hay intimidad en aquellos pasillos de iluminación tenue. Tienen su propio perfume, y su propia cosmología sonora. Aquel no era diferente. Ella se empeñó en ir allí, imagino que para demostrarme su poder. No sabía quién era yo, estaba segura de que era la cazadora, y yo la presa.

Cuando le clavé el puñal justo debajo del esternón, sus ojos no mentían. Agradecía ser la presa. No se revolvió, ni preguntó por qué. Dejé que la niña de su interior saliera. Dejé que llorara en silencio. Dejé que su débil gemido de muerte saliera sin soltarla. Murió en mis brazos, después la dejé caer en un lecho otoñal de hojas amarillas. Sus inmensos ojos verdes observarían para siempre el cielo con sorpresa. La dejé así, con las manos cruzadas sobre el vientre.

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