La chica del gimnasio

Fragmento extraído del cuaderno 1, página 3.

Registro: “La chica del gimnasio”

No sabía reír. La conocí por su forma de mirar. Como si odiara al mundo, y le gustara. El azar nos hizo coincidir en el gimnasio, aunque apenas cruzamos palabra en meses. Su voz era desagradable, como la de esos vendedores que saben que no vas a comprarles nada y te odian por recordárselo. Medía apenas metro sesenta, cara de niña problemática y cuerpo de ninfa. Se movía sin pedir permiso. 

Era pequeña y ágil, pero lo único que recuerdo bien es su expresión: aquella jodida mirada. No era fea, pero algo en su rostro repelía. Aquellos ojos oscuros, escoltados por cejas negras tupidas, con su cabello atrapado en una coleta. Me hubiera gustado oírla reír, o gemir. Suplicar, algo. Pero no ocurrió. Su última expresión también fue de decepción, manchada con sorpresa.

Desnuda. Inconsciente, perdía aquella resistencia de ardilla. Tumbada sobre la cama, sólo era otro cuerpo más. Suave, indefenso. La expresión de su rostro pasó delante de mí de mujer a niña y con la lividez, a ángel. 

Vivía sola. Hacía recuento de los chicos de Tinder con los que se acostaba y guardaba unas fotos de adolescente con una hermana melliza. Ambas tenían la misma mirada traviesa. Pero entonces, ella parecía más dulce. Más inocente, incluso. Más allá de los infinitos selfies, mostrando más o menos piel, dejó poco tras de sí. Era algo mayor de lo que aparentaba. Apenas relevante. Maniática: ordenaba los contactos del móvil por categorías. Aún tenía decenas de conversaciones pendientes en el wasap que jamás terminaría.

Lo más hermoso eran sus pies. Pequeños, cuidados, con dedos perfectos y uñas casi de porcelana, redondas y limpias. Pronto empezarían a ponerse azules. Como flores cortadas. Siempre empieza por ahí.

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