Mientras escribo estas líneas estoy sobrevolando el Canal de la Mancha en un Airbus. En la fila de enfrente hay un individuo de mediana edad al que cotilleo entre la rendija de los asientos. Revisa las fotos del carrete de su iPhone, parecido al mío. Borra algunas, gira otras, recorta encuadres. Hay bastantes fotos de paisajes, las típicas y aburridas fotos que alguna vez hemos hecho todos, solo que en las suyas en esos paisajes no sale nunca con nadie, solo paisajes desolados y él. Él en un retrato cerrado, él en un plano americano, en cuerpo completo, en bañador, con camisa de salir por la noche, en un restaurante pijo, él sonriendo, él con cara de interesante, él leyendo un libro de Anagrama, él mirando al infinito. Lo curioso es que por los ángulos y los planos esas fotos se las ha debido hacer alguien diferente cada vez. Sé por experiencia que esas fotos no las ha hecho una sola persona. Ahora intenta unificarlas, retocando encuadres, corrigiendo luces y ángulos. Lo curioso es que no sale nadie más que él en las fotos. Ni una sola foto, y no, no puede ser un selfi ni la foto de alguien que pasaba por ahí. Muchos encuadres están igual de mal hechos por arriba, y otras fotos se ven siempre desde abajo. Se pasa el vuelo retocando, encuadrando, borrando. Espera, ahí sale una chica joven y guapa. Solo una vez, como un accidente. La borra. El tipo tiene pelazo, se cuida la piel. Es guapo.
Pobre de aquel que se le acerque. En aquel carrete solo tiene espacio para sí mismo. Lugares sin alma y retratos suyos, posados para ser procesados. Siento un escalofrío cuando pienso en que esa persona está sentada a menos de un metro de mí. En todas las fotos sale sonriendo, pero no sonríe para quienquiera que le hace la foto.
Sonríe para él.
Y para nadie más.
Y en tu carrete, ¿quién sonríe?
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