Agosto en Madrid solo lo entiende quien ha nacido aquí. No es solo el calor ni las noches perezosas. Es el sudor pegado a cada centímetro de tu piel recordándote que no puedes huir. Hasta parpadear se convierte en un acto húmedo y pesado.
Ir de un sitio a otro se convierte en una odisea, pero sin sirenas ni gigantes. Nada, solo un arduo viaje de final necesario. La calle se llena de hormigas humanas en pantalones cortos: carne que camina, consume, suda y grita, desgastándolo todo con miradas anónimas tras gafas de sol.
Y ahí estás tú. Solo, como se puede estar en una ciudad repleta de gente, ardiendo entre aires acondicionados. No quieres estar ahí, pero estás, esperando a tu cita que aún no aparece. Piensas que no tienes energía para nada, que el sopor te funde las piernas hasta dejarte tendido sobre el abrasador cemento.
Diez minutos bastan para desistir de Troya, con o sin Elena. Y Elena, que en realidad se llama Marta, aparece con un vestido apretado. Suda, como todos, y te mira con ojos vidriosos, casi febriles. Dos besos: labios rojos deslucidos y un maquillaje a punto de derretirse. Os refugiáis en el primer bar que aún respira. Sus piernas parecen velas blandas, a punto de ceder. Hace demasiado calor para pensar en ella, o más allá de la siguiente pasada del ventilador. Ninguno de vuestros suspiros es fingido. El aire fresco es mejor que el sexo en agosto.
Y no pasa nada. Porque eso significa Madrid en agosto. Nada. Ni se mueve el aire, ni se mueven los corazones. Nada sucede hasta la noche, pero la noche se hace esperar. Entre hielo y palabras, te enteras de que Marta es más joven de lo que imaginaste y de que tú eres mucho mayor de lo que ya sabías. Pero Marta te observa con malicia, a punto de colarte el alfil entre las costillas. No sé si quiere hacerte jaque mate o robarte un riñón. Te arriesgas y pides la botella entera.
Los besos de vino blanco son ácidos, nunca dulces. Con hielo y saliva esquiváis las ocho. Sudáis las sábanas hasta mojar el colchón y quedáis tendidos, pegajosos después de un orgasmo perezoso. A tu lado su carne se siente fría. No tiene rostro de Marta, ni de estudiante de derecho. Mientras juegas con los rizos negros que se desparraman por la tela blanca, te preguntas cómo se llamará de verdad y en qué se convertirá cuando agosto muera.
—¿Volveré a verte? —preguntas.
—Me gusta tu voz —susurra. A ti también te gusta la suya. Es lo único que aún te atrae, además de la certeza de que no se llama Marta.
Se pone, por fin, el sol. El rosa asalta el cielo y transforma el polvo que flota en la habitación en pájaros diminutos que planean en una atmósfera de terciopelo. No te ha robado un riñón, aunque su gato lo ha intentado varias veces. Te vigila con esa expresión de felino viejo. Te preguntas cuántas veces la habrá visto retozar en esa cama.
—No me llamo Luis.
Ella esboza una sonrisa.
Tú ya sabes qué viene después, lo mismo que ella. Y tú, que lees esperando que se rompa el cliché, también lo sabes, como lo saben ellos. Quizás esperas que te cuenten el secreto, la salida del laberinto. Sigues leyendo, buscando encontrarlo.
—¿Te gusta Camus al menos? —pregunta.
—Sí. Si no nos podemos fiar de los filósofos muertos, ¿qué nos queda? —replico.
—Todos somos nada… —susurra ella con voz dulce.
—… sin las palabras… qué nos queda —remato la estrofa, como si completáramos un código secreto.
Se me escapa una lágrima sin saber por qué. Ella me mira igual de sorprendida. Se pone una camiseta encima y, todavía en bragas, saca una vieja guitarra Taylor de debajo de la cama. Me encanta; siempre he querido una igual, pero ya no se venden. No es un sueño. Es real. La acaricia como si siempre nos hubiera estado esperando ahí. Empieza con el Re y suenan uno a uno los acordes de la primera estrofa.
—Me encanta esta canción —dice ella con expresión de niña. Asiento. Esa canción me lleva persiguiendo toda la vida.
Ahora sí que vamos a perder un órgano.
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