Cartas a la rusa

3 de febrero 2024

Descubrirte fue aprender a ver de nuevo los colores, escuchar a las flores y mirar las nubes como animales extraños que retozan perezosamente en un mundo que ya no era mío. Como el primer beso, la primera caricia, el primer susurro derramándose dentro de mi oído. Ese día morí y volví a nacer; todo lo que conocía desapareció, como un fregadero sucio al que le quitan el tapón. Luego vino la oscuridad, los gemidos, y mi alma partida quedó atrapada en tu acento ruso y en tu mirada de fuego.

Dejo estas palabras donde te vi por primera vez. Quizás, si algún día las encuentras, sepas quién soy y lo que significa para mí tu aliento, tu risa y tu mirada.


Gloria, que no se llamaba Gloria, había encontrado aquella libreta escondida bajo la barra. La libreta estaba en blanco, pero dentro había papeles sueltos, con textos escritos a mano escondidos entre sus páginas. Al principio pensó que era una broma de algún cliente, pero miró a su alrededor y no vio a nadie. Luego le picó la curiosidad y empezó a leerla al principio de cada tarde, cuando había pocos clientes en el club. Cada papel tenía una fecha, había mas de media docena cuando empezó. Aquel que acababa de leer era el sexto. Tras leerla, siempre la dejaba en el mismo sitio donde la encontró la primera vez. Cuál fue su sorpresa al encontrar una página nueva cada semana. No tenía ni idea de qué cliente podía escribir semejantes frases, pero cada día, acudía a ella a conocer un nuevo capítulo de aquel diario apócrifo. La libreta no estaba del todo vacía, encontró algunas anotaciones aquí y allá, como pensamientos sueltos, manuscritos con una letra pulcra y aplanada, de extraños ángulos, pero que se leía fácilmente. La letra de un hombre, sin duda. Al principio no podía contener la risa por lo recargado de aquella prosa, casi irritante e infantil, pero según fue leyendo, sus carcajadas se convirtieron en suspiros, más cercanos a la angustia cuando entendió a quién pertenecían aquellas pestañas y aquellos pendientes: la rusa.

Menuda víbora era la rusa. Apenas se hablaba con ninguna de las otras chicas. Se escuchaban todo tipo de historias de ella, pero trabajaba bien y nunca daba problemas. Si tenía problemas con algún cliente, se los resolvía ella misma. Eso gustaba en la casa y por eso seguía… y porque era muy guapa, claro. Era uno de los ganchos del local.

Pronto el secreto se escapó de alguna manera, todas las chicas de la casa, menos la rusa, sabían del diario y todas se juntaban, de dos en dos, o incluso de tres en tres, a ver si había alguna entrada nueva. No era fácil saber quién era aquel tipo. Gordos y fracasados solían ser un fenotipo habitual en su ambiente. Además los clientes que solo alternaban con una chica solían ser discretos. 


17 de marzo de 2024

Fuera, el sol juega con las nubes, las acaricia y las sopla como a niñas pequeñas que revolotean entre risas. La primavera trae aromas verdes y dulces, flotando sobre el presente. Y yo no puedo dejar de pensar lo imbécil que soy: sé que no sabes que existo, sé que en tu preciosa cabecita no cabe que un gordo fracasado como yo esté con un ángel como tú. Pero qué le voy a hacer: solo estar a tu lado, compartir tu aliento y tus risas me basta.

Todas las margaritas llevan tu nombre. Aunque acariciara otro cuerpo, sería el tuyo; aunque besara otros labios, serían los tuyos. Siempre que huelo una flor pienso en ti, siempre que un rostro se gira es el tuyo. Me da igual si tienes las alas rotas: cada miércoles, a las seis, sueño con estar otra vez a tu lado.

Tus ojos, dos farolas verdes

en una carretera sin coches.

Tu risa, un vaso de agua

que nunca se acaba.

Tu piel huele a pan caliente

y a electricidad mojada.

Si Dios te creó, se equivocó de planeta.

Te puso aquí, conmigo,

y ahora no sé qué hacer

con este amor que me rebosa,

como leche derramada en la mesa.

Te amo.

Hasta que se rompa el suelo.

Hasta que exploten los relojes.

Hasta que me muera

y siga amándote.


—Te amo. Hasta que me muera y siga amándote—, recitaba Lorena, la venezolana, imitando una actriz clásica de teatro, rodeada de todas sus compañeras. 

Allí, vestidas de fulanas, se imaginaban la estampa del pobre Benito (así le habían bautizado), sin tener ni idea de quién podía aquel tipo. En parte por eso, y porque el serial duraba y duraba, seguían enganchadas a aquella historia. 

—Che, ¿vieron eso del miércoles a las seis? —preguntó Laurita, la argentina.

—¿Quién estuvo ayer a esa hora? —dijo Lorena al resto de chicas.

Negaron con la cabeza.

—Chicas… el próximo miércoles a las seis hay que estar, ¡atentas al gordito!

Las chicas se rieron, pero entró una despedida de soltero y la fiesta se acabó para ellas.


20 de abril de 2024

Tu perfume de rosas me embriaga y me persigue en sueños. Soy prisionero de mis delirios, de mis sudores y del recuerdo de mis dedos sobre tu piel aterciopelada. No puedo dormir: me aprieto contra la almohada con el pañuelo que te robé del bolso, esperando a que su aroma muera, y conmigo mi pequeño gozo.

Hoy me sonreíste. Quizás no recordabas la última vez que hicimos el amor, o tal vez fingías para no darme ilusiones. Me besas de lado, como la luna al sol; me acaricias el rostro con ternura, como si fuera tuyo y tú mía. Sostienes tus caderas sobre las mías, y tu perfume se mezcla con mi corazón desbocado y con tu aliento de tormenta de verano. Me quita el aire y quiero morir ahí, debajo de ti, enterrado para siempre, sin relojes ni miradas ajenas.

Siento haberte robado el pañuelo, pero necesitaba algo tuyo en mi soledad. Ese pedazo de algodón que una vez rozó tu piel es aire para un ahogado en su lago de lágrimas.


—¡Pero que le robó el pañuelo a la rusa! —rio Laurita.

—Espera, espera, yo me acuerdo de un gordito raro —dijo Marcia, la brasileña, arrugando la cara—. Una vez preguntó por la rusa.

—¿Cuándo? —saltó Laurita, la argentina.

—Una noche que ella libraba… —Marcia buscaba las palabras—. Casi no había gente. Él quería saber de ella, pero yo no le saqué nada. Muy tímido, hablaba feo, con esas gafas gruesas…

—Encaja perfecto —dijo Lorena, la venezolana, cruzando los brazos.

—Ese es nuestro Benito —remató Laurita, entre risas—. Chicas, la caza está servida.

Todas se doblaron de la risa. Nada más divertido que levantarle un admirador a la rusa.


8  de mayo 2024

Hoy no estabas, o no podías estar. Pacientemente te esperé, mirando la puerta por donde sales cada noche, de ese otro mundo sin sueños. En la oscuridad reconozco tus pestañas y tus pendientes como quien reconoce constelaciones: buscando siempre el norte, incluso bajo nubes negras.

Cuento los pasos que das hasta la barra, los segundos que tardas en barrerla con tu mirada, los hielos que caen en tu vaso, las veces que parpadeas antes de encender un cigarro. El humo se mezcla con el tiempo, el hielo con el licor, y yo me derrito como un helado caliente, deseando ser devorado por tu boca roja.

Hoy no me miraste, pero yo a ti sí: hasta inventar otra galaxia cubierta de flores con tu nombre.


La peluquera apareció como cada lunes, con sus tijeras y el secador bajo el brazo. Mientras peinaba a Marcia, Laurita aprovechó para sacar el tema:

—Che, ¿vos conocés a un gordito con gafas de culo de vaso que anda viniendo por acá? —preguntó, con media sonrisa.

—Siempre se sienta al fondo, calladito —añadió Lorena, la venezolana—. Apenas habla, pero cuando lo hace, tartamudea.

—Y se queda mirando fijo, como perdido en la luna —intervino Marcia, la brasileña, gesticulando—. Parece que nunca sabe dónde poner las manos.

La peluquera levantó la ceja, sin dejar de pasar el cepillo.

—¿Más bien pálido? ¿Con traje viejo, de los que ya no cierran?

Las chicas rieron todas juntas.

—¡Ese mismo! —dijo Laurita—. El pobrecito parece que carga el mundo en la panza.

La peluquera apagó el secador, segura ya de quién hablaban.

—Luis —dijo al fin—. Viudo, con tierras. Vive solo en un caserón del pueblo. Desde que se le murió la mujer, quedó medio trastornado.

Hubo un silencio breve, y después las carcajadas.

—Entonces no hay duda —remató Laurita—. Ese es nuestro Benito.


12 de junio de 2024

Hoy ya no soporto más el silencio. Me ahoga. Te busco en cada rincón de este lugar oscuro, en  cada pestaña postiza, en cada perfume exótico, y solo encuentro fantasmas disfrazados de ti. Si no me miras, muero. Si me miras, muero más. He contado las grietas del techo, los hielos que se derriten en mi vaso, los pasos que das cuando entras, y me faltan números para la locura. Sin ti soy un reloj sin agujas, un perro que ladra al viento, un zapato perdido en la cuneta. Hoy me decido: si no me salvas, me hundo. Si no me nombras, desaparezco. No quiero otra vida, ni otro aire, ni otro cielo. No quiero ser ya más nada. Te amo. Aunque sea mi ruina, aunque me devore entero. Te amo.


Laurita agitó la libreta en el aire, muerta de risa.

—Che, lean esto. El tipo está cada día peor. “Si me mirás, muero. Si no me mirás, muero más”. ¡Un enfermo!

—Eso no termina bien —dijo Lorena, cruzando las piernas—. Un día la rusa le clava el tacón en la frente y se acabó el drama.

—O se cuelga solo —añadió Marcia, con su español roto—. Ese cara de luna no aguanta mucho.

Las demás rieron, brindando con vasos baratos. El ambiente estaba cargado de humo y de crueldad ligera.

—Al final lo encuentran muerto en su caserón, abrazado al pañuelo ese que robó —dijo otra, sin un gramo de compasión.

—Y la rusa ni se entera —remató Laurita—. Porque esa no se entera de nada que no le dé billetes.

Todas estallaron en carcajadas, convencidas de que el final estaba cantado: tragedia, sangre o silencio.


Pero la tragedia nunca llegó. Una noche, la rusa desapareció del club. Luis tampoco volvió a aparecer. Y la libreta, la famosa libreta, se esfumó con ellos.

Al principio hubo rumores: que se había vuelto loco, que la había matado, que ella lo había desplumado y dejado tirado en la cuneta. Las chicas, con su crueldad habitual, apostaban entre risas a cuál sería la noticia primero.

Hasta que, siete meses después, el cartero dejó un sobre en el local. Era una postal arrugada, con la foto absurda de una playa tropical. Dos figuras sonrientes, ridículas en camisas de flores, posaban frente a un mar turquesa.

En el reverso, había una frase, escrita con aquella caligrafía pulcra y torcida que las chicas podían reconocer sin duda.

“Seguimos escribiendo nuevos capítulos. Gracias por cuidarnos la libreta. —L&N”

Las chicas se rieron al leerla, pero esta vez ninguna apostó nada. Porque detrás de la risa, algo torcía el estómago: el pirado y la rusa habían escapado. Y quizá, contra todo pronóstico, eran felices.

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