Durante muchos años he coqueteado con ella. Y ella conmigo.
Lo llamo oscuridad, porque siempre me lleva a la misma imagen. La curiosidad por ver lo oculto, por experimentar lo que no pertenece a nuestro mundo. Es un cosquilleo, es una sensación insidiosa, que no te domina, pero te susurra, a veces de manera tan insistente que se convierte en algo odioso, porque sabes que hagas lo que hagas, volverá a susurrarte.
Dicen que se escribe sobre el dolor, o que el dolor alimenta ese motor que todo escritor lleva dentro. En mi caso es esa oscuridad, y sí, la oscuridad y el dolor tienen una relación complicada e íntima, no me atrevo a aventurar cuál. Lo cierto es que un escritor que no sufre o que no está envuelto en oscuridad no me interesa demasiado. Siempre he dicho que las historias tienen que contener drama.
Por eso, cuando a veces ves la luz y las sonrisas blancas de seres sin culpa, duele. Duele, no por lo que son, sino por lo que tú no puedes ser. Es tan aburridamente doloroso. Sabes que eres un adicto a la oscuridad, y tanta luz duele. Necesitas un secreto, y cuando lo encuentras, te sientes culpable. Durante un tiempo ese ciclo puede ser obsesivo, pero como cualquier ex-adicto, sabes dos cosas: que volverás a caer y que lo importante es no hacerlo. Hoy no.
Y ahora quizás te preguntes qué significa la imagen que acompaña este texto.
Es un fotograma de Los Soprano, esa serie de culto de principios de siglo que, en apariencia, va sobre una familia mafiosa, pero que en realidad es un retrato brutal de la oscuridad humana. Fue al verla —o más bien, al dejar que me atravesara— cuando sentí la necesidad de escribir esto. Porque esa serie no trata de la mafia: trata del dolor, del deseo de huir, del drama que llevamos dentro. Y de esa sombra que, tarde o temprano, siempre vuelve a llamarnos.
Hay una secuencia donde Christopher Moltisanti, uno de los personajes más frágiles y complejos, interpreta una escena de teatro, una de mis favoritas, en la que actúa con una visceralidad tan honesta, tan desbordada, que deja a todos sin palabras. Pero él, abrumado por lo que ha dejado salir, huye. Durante unos segundos se quita la máscara y la oscuridad que guarda dentro sale a borbotones. Esa oscuridad —o quizás ese brillo feroz— ciega a todos. Contenida en su interior, mezclada con lo bueno y lo malo, lo mantiene caliente por dentro, como el núcleo radioactivo de una central nuclear.
Ese mismo personaje termina escribiendo una historia que se convierte en película. A lo largo de la serie se habla mucho del acto creativo, del mundo detrás de cámaras —actores, guionistas, productores— y de cómo todos intentan esconder la oscuridad. Oscuridad que interesa. Sí, pero solo a los morbosos como nosotros.
Christopher, Tony Soprano, Carmela… todos viven su atracción por lo oscuro como un acuerdo inestable con la propia vida. Y esos acuerdos, casi siempre, acaban mal. En alguna curva, acabas derrapando. Lo que vemos en pantalla son los accidentes, pero lo que importa, lo que de verdad cuenta, está debajo, en lo que no se dice. La historia verdadera es esa: la de la atracción por lo oscuro. Por el brillo. Y Los Soprano narra con maestría cómo todos, absolutamente todos, somos arrastrados por esa oscuridad magnética: amas de casa, estudiantes, pecadores en busca de redención, y un sinfín de personajes inolvidables.
A lo largo de las seis temporadas, vemos pasar a muchos personajes, cada uno buscando una salida a ese pozo donde vive. Algunos están a punto de lograrlo, como Tony Blundetto, que se ha rehabilitado, ha construido una vida a base de esfuerzo y estudio, con una buena mujer que lo quiere por quien es. Pero no. De nuevo, ese destello lo saca del camino. A veces basta una sola bolsa de dinero para destruir todo lo bueno. Basta una sola bocanada de humo para volver a hundirte en el pozo, esta vez para siempre.
¿Quién no ha vuelto a caer, seducido por las voces de sus demonios?
Da igual lo que creas haber superado.
Dime que no sueñas nunca.
Dime que no miras a escondidas.
Dime que podrías abrir tu mente a cualquiera… y que no encontraría nada.
Todos tenemos secretos.
Y todos miramos la oscuridad con ojitos.
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